02 mayo 2020

El amor cristiano como ideal y acción en favor de la vida del otro

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Hace tiempo leía un libro de André Comte-Sponville[1] en el que, partiendo de la afirmación de que el amor es una virtud y no un deber, y que, por tanto, el amor no se podía ordenar, se preguntaba el sentido del mandamiento evangélico de amar al prójimo como a uno mismo «¿Por qué extraña aberración los Evangelios pueden ordenarnos algo, como el amor, que no se puede ordenar?». Continuaba su reflexión diciendo que el deber es como una coacción, mientras que la virtud, una libertad. Según Comte-Sponville no se puede ordenar amar, pero sí se puede ordenar actuar. Sólo en este sentido es el amor el que ordena. Así, «el amor constituye un ideal, más que una exigencia». Éste será el espíritu de los Evangelios. Por lo tanto, El amor o la santidad no son más que ideales. Lo que Jesús exige es, para Comte-Sponville, actuar: por amor, cuando amamos, o como si amáramos, cuando falta el amor.
Algo tiene de cierto esta concepción del amor: que es un ideal en el cual debemos trabajar día a día para hacerlo realidad. Parafraseando a san Pablo podría decir que querer amar lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no amo como quiero, pues obro el mal que no quiero. Y, si no amo como quiero, no soy yo quien no ama, sino el pecado que habita en mí y no me deja amar (cf. Rm 7, 18-20). En este sentido, amar -ideal- es estar en Dios y no amar -ni como ideal- es pecar. Y ya todos sabemos que estar con Dios es vivir. Por eso para Timothy Radcliffe[2] «amar significa estar plenamente vivo… participar en la vida eterna de Dios. Si amamos, la vida eterna ya ha comenzado para nosotros». Esto lo atestigua la primera carta de Juan cuando dice «A nosotros nos consta que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14).
Entonces, el amor es un ideal que significa estar plenamente vivo y que se actúa en dos direcciones: de Dios hacia nosotros, primero, y de nosotros hacia Dios, después. Pero si agregamos el dato dado por la primera carta de Juan hay que decir que ese amor se manifiesta en nuestro actuar con los otros. Por supuesto que el amor cristiano no es sólo altruismo, porque, como bien lo ha señalado Timothy Radcliffe, si el amor fuera «puramente altruista también aniquilaría al otro. Sería como decir: “Te amo, aunque no encuentro placer alguno contigo. No te amo porque goce de ti, sino porque soy cristiano. Te amo porque debo amarte”».
Tampoco para este fraile dominico el amor -cristiano- es un «deber» sin más, sino que amar al otro -como cristiano- es «afirmar la vida del otro, de deleitarse en su ser» en «todo sentido». Es así como aquella dupla griega-cristiana, la de eros (amor griego interpretado como simple inclinación hacia el sexo) y el ágape (el amor bíblicamente hablando), «son dos caras de la misma moneda»[3]. En este sentido el mismo Timothy Radcliffe dice que «si quieren ser realmente humanos, el eros y el ágape se necesitan mutuamente. Y solo si son humanos pueden llegar a ser divinos, es decir, la encarnación de aquel que es el mismo Amor».
No hay que olvidar que el ser humano no está hecho para vivir en la soledad. Ahí solo encontraría no la humanización, sino la «des-humanización». Sólo nos podemos «hacer humanos» en la medida en que nos relacionamos con los otros. En este sentido, la pareja humana es privilegiada, pues en ella se puede descubrir un amor tan profundo y puro, que se expresa, desde el cuerpo humano, como un lenguaje a través del cual la pareja expresa su emotividad, intelecto, espiritualidad y vida de relación[4].
Por último, para la primera carta de Juan el ideal del amor accionado se expresa «con obras y en verdad» (3,18). Amar al otro significa también amar al otro en verdad y la verdad del otro, es decir, amarlo completamente, con sus altas y bajas, triunfos y fracasos, errores y aciertos, etc., sólo de esta manera encontraremos una descripción mas adecuada al amor-ágape-eros cristiano: un ideal que se actúa como vida en favor de los otros en la verdad y desde su verdad, participando, así, del Amor del Otro.
Reflexión dedicada a quienes han sido los primeros en enseñarme el gran valor del amor puro y real: mis padres, David Ruiz y Angélica Armenta, con motivo de su 28º aniversario de bodas.
Fraternalmente
Iván Ruiz Armenta



[1] André Comte-Sponville, Ni el sexo ni la muerte. Tres ensayos sobre el amor y la sexualidad, Paidós, Barcelona 2012, 14-16 [formato epub].
[2] Timothy Radcliffe, «Vivos en el amor», en Ser cristianos en el siglo XXI, Sal Terrae, Santander 2011, 53-63.
[3] Cf. Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est, nn. 3-8
[4] Cfr. Ksawery Knotz, Sexo como Dios manda, Lumen, Buenos Aires 22010, 21.

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