Hace tiempo leía un
libro de André Comte-Sponville en el que, partiendo de la
afirmación de que el amor es una virtud y no un deber, y que, por tanto, el
amor no se podía ordenar, se preguntaba el sentido del mandamiento evangélico de
amar al prójimo como a uno mismo «¿Por qué extraña aberración los Evangelios
pueden ordenarnos algo, como el amor, que no se puede ordenar?». Continuaba su
reflexión diciendo que el deber es como una coacción, mientras que la virtud,
una libertad. Según Comte-Sponville no se puede ordenar amar, pero sí se puede
ordenar actuar. Sólo en este sentido es el amor el que ordena. Así, «el amor
constituye un ideal, más que una exigencia». Éste será el espíritu de los
Evangelios. Por lo tanto, El amor o la santidad no son más que ideales. Lo que
Jesús exige es, para Comte-Sponville, actuar: por amor, cuando amamos, o como
si amáramos, cuando falta el amor.
Algo tiene de cierto
esta concepción del amor: que es un ideal en el cual debemos trabajar día a día
para hacerlo realidad. Parafraseando a san Pablo podría decir que querer
amar lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no amo como
quiero, pues obro el mal que no quiero. Y, si no amo como quiero, no soy yo
quien no ama, sino el pecado que habita en mí y no me deja amar (cf. Rm 7,
18-20). En este sentido, amar -ideal- es estar en Dios y no amar -ni como
ideal- es pecar. Y ya todos sabemos que estar con Dios es vivir. Por eso para
Timothy Radcliffe «amar significa estar plenamente vivo… participar en
la vida eterna de Dios. Si amamos, la vida eterna ya ha comenzado para nosotros».
Esto lo atestigua la primera carta de Juan cuando dice «A nosotros nos consta
que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no
ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14).
Entonces, el amor es
un ideal que significa estar plenamente vivo y que se actúa en dos direcciones:
de Dios hacia nosotros, primero, y de nosotros hacia Dios, después. Pero si
agregamos el dato dado por la primera carta de Juan hay que decir que ese amor
se manifiesta en nuestro actuar con los otros. Por supuesto que el amor
cristiano no es sólo altruismo, porque, como bien lo ha señalado Timothy Radcliffe, si el amor fuera «puramente altruista también
aniquilaría al otro. Sería como decir: “Te amo, aunque no encuentro placer
alguno contigo. No te amo porque goce de ti, sino porque soy cristiano. Te amo
porque debo amarte”».
Tampoco para este
fraile dominico el amor -cristiano- es un «deber» sin más, sino que amar al
otro -como cristiano- es «afirmar la vida del otro, de deleitarse en su ser» en
«todo sentido». Es así como aquella dupla griega-cristiana, la de eros (amor
griego interpretado como simple inclinación hacia el sexo) y el ágape (el
amor bíblicamente hablando), «son dos caras de la misma moneda». En este sentido el mismo
Timothy Radcliffe
dice que «si quieren ser realmente
humanos, el eros y el ágape se necesitan mutuamente. Y solo si son humanos
pueden llegar a ser divinos, es decir, la encarnación de aquel que es el mismo
Amor».
No hay que olvidar que
el ser humano no está hecho para vivir en la soledad. Ahí solo encontraría no
la humanización, sino la «des-humanización». Sólo nos podemos «hacer humanos»
en la medida en que nos relacionamos con los otros. En este sentido, la pareja
humana es privilegiada, pues en ella se puede descubrir un amor tan profundo y
puro, que se expresa, desde el cuerpo humano, como un lenguaje a través del
cual la pareja expresa su emotividad, intelecto, espiritualidad y vida de
relación.
Por último, para la
primera carta de Juan el ideal del amor accionado se expresa «con obras y en
verdad» (3,18). Amar al otro significa también amar al otro en verdad y la
verdad del otro, es decir, amarlo completamente, con sus altas y bajas,
triunfos y fracasos, errores y aciertos, etc., sólo de esta manera
encontraremos una descripción mas adecuada al amor-ágape-eros cristiano: un
ideal que se actúa como vida en favor de los otros en la verdad y desde su
verdad, participando, así, del Amor del Otro.
Reflexión dedicada a quienes han sido los primeros en enseñarme el gran valor del amor puro y real: mis padres, David Ruiz y Angélica
Armenta, con motivo de su 28º aniversario de bodas.
Fraternalmente
Iván Ruiz Armenta
Timothy Radcliffe,
«Vivos en el amor», en Ser cristianos en el siglo XXI, Sal Terrae,
Santander 2011, 53-63.
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