El 20 de mayo pasado celebramos 1700 años de la inauguración del primer gran concilio ecuménico de la Iglesia, a saber, el acaecido en Nicea en el año 325. La trascendencia de este concilio de la Antigüedad cristiana «ha permanecido en la conciencia cristiana principalmente a través del símbolo que recoge, define y proclama la fe en la salvación en Jesucristo y en el único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo».[1] Todo esto quiere decir que el año que vivimos es un año especial para celebrar y recobrar lo especial e importante que es la unidad “de” y “en” la fe cristiana.
En Nicea no sólo se declaró la divinidad de Jesús, el
Cristo, sino que también se elaboró el primer gran Símbolo de nuestra fe. Aquél
fue el primer gran concilio ecuménico que precisó dogmáticamente la unidad
doctrinal de la Iglesia en materia Trinitaria. En palabras del entonces Papa
Francisco: «¿Cómo no recordar la extraordinaria relevancia de este aniversario
para el camino hacia la plena unidad de los cristianos?».[2] Derivada
de estas palabras de Francisco, la intención de estas líneas es recuperar la
importancia del símbolo elaborado por el concilio de Nicea, a fin de entenderlo
como fuente, dirección, camino y testimonio de la unidad de la Iglesia.
Habrá que comenzar por precisar qué es un “Símbolo de fe”.
Para esta tarea me permito traer a colación lo escrito por Luis
González-Carvajal: «Lo que habitualmente llamamos “Credo” se conoce en el argot
teológico con el nombre de “símbolo de la fe”; una expresión que hoy resulta
bastante oscura y conviene explicar. La palabra griega sýmbolon deriva
del verbo symbállein, que significa “reunir”, “juntar”… Fue san Cipriano
(200-258) el primero que llamó “símbolo” al “Credo” porque permite a los
cristianos reconocerse mutuamente».[3] Dicho
reconocimiento se expresa en la unidad de todos los seguidores de Jesús, el
Cristo. Esto ya da pie a comenzar a reflexionar cada una de las formas en que
se pretende presentar el Símbolo Niceno: fuente, dirección, camino y testimonio
de la unidad de la Iglesia.
El símbolo de la fe elaborado por Nicea es fuente de la
unidad de la Iglesia. Para que esta afirmación tenga un calado hondo hay
que recordar que en los tres primeros siglos de nuestra fe no existe un “cristianismo
único”. Más bien lo que existe es una multiplicidad de formas de vivir y
profesar el cristianismo. Prueba de ello son las cuatro versiones de la vida de
Jesús plasmadas en los cuatro evangelios. Son cuatro versiones que significan
“cuatro cristianismos”. Así mismo podemos hablar de los “diferentes
cristianismos” que vivían cada una de las comunidades primitivas.[4]
Aun con esto, es justo precisar que lo que todos estos cristianismo tenían en
común era su fe en Cristo, la cual fue fraguándose cada vez más como una
reflexión precisa y unificadora que vio un momento culmen –el primero de ellos
en realidad– en el Símbolo Niceno. Esto concilio significó, pues, fuente de
la unidad de la Iglesia.
El símbolo de la fe elaborado por Nicea es dirección de
la unidad Iglesia. Es un hecho que cuando una persona o grupo humano sabe a
dónde se dirige tiene claro el camino a seguir. Sin dirección, no hay camino
seguro. Ahora bien ¿cuál es la dirección que la Iglesia ha de asumir como
propia? No hay otra respuesta que la confesión, de palabra y obra, de la fe en
el Dios Uno y Trino, objeto confesional del Símbolo Niceno. Este “Credo” nos
recuerda que los dogmas y preceptos de la Iglesia no pueden tener su fin en sí
mismos. Estos sólo tienen la finalidad de direccionar a la comunidad cristiana
hacia la unidad de la confesión de fe en el Dios Uno y Trino.[5] Esta
dirección nicena, aunque es concreta y normativa,[6] no
puede verse bajo la óptica de la famosa frase “el fin justifica los medios”. Al
contrario, el fin sólo puede ser alcanzado de manera adecuada si el camino que
se recorre es adecuado para llegar él.
El símbolo de la fe elaborado por Nicea es camino de la
unidad de la Iglesia. Cada ocho días en la Eucaristía dominical recitamos:
“Creo en un solo Dios…”. Si bien es cierto que lo rezamos en primera persona
del singular, también lo hacemos en comunidad. Así pues, aunque decimos
verbalmente “Creo”, lo asumimos comunitariamente en nuestro corazón y mente. La
fe compromete al hombre de manera personal, entera y totalmente. Dicho en
palabras de Ignacio Cacho Nazábal,
«la fe de los demás conforta y enriquece. Creer en solitario (“Creo”), frente a
creer en solidaridad (“Creemos”), distingue al alienígena del ciudadano».[7]
Entonces, ese “Creo” se convierte en un “Creemos”. Creer es un acto singular,
pero que se convierte en plural. La fe profesada personalmente se tiene que convertir
en una fe comunitaria unificada.[8]
Mantenerse constantemente en esa comunidad de fe es el camino de la unidad
de la Iglesia.
El Símbolo de la fe elaborado por Nicea es testimonio de
la unidad de la Iglesia. En cuanto testimonio, el Símbolo Niceno se inserta
en la Tradición de la Iglesia, la cual «es decisiva para conferir a una persona
o a una Comunidad una identidad histórica, un enraizamiento vital, un ancla
existencial».[9] Sin esta identidad
comunitaria que ha tenido un momento histórico crucial de formación en Nicea,
el cristianismo hubiera estado expuesto a la desorientación general y a la
zozobra nihilista de los cambios sin un fundamente serio en la revelación auténtica
de Dios.[10] El que hasta la fecha sigamos
confesando el credo Niceno nos permite reconocer que dicho Símbolo, más tarde “completado”
en Constantinopla, es testimonio de que los cristianos hemos sabido «retener lo
que ha sido creído siempre, en todas partes y por todos. [Y es que en realidad]
En esto consiste propia y verdaderamente lo católico».[11]
Desde el momento que Nicea elaboró su Símbolo, éste se convirtió en testimonio
de la unidad de la Iglesia en todas partes y por todos.
En conclusión, el recuerdo de la inauguración del primer gran
concilio ecuménico de la Antigüedad cristiana nos invita a recuperar la
importancia del Símbolo Niceno elaborado ahí, a fin de entenderlo como fuente,
dirección, camino y testimonio de la unidad de la Iglesia en la confesión de fe
de un Dios Uno y Trino. Vivamos pues esta conmemoración como un recuerdo y una
actualización de la unidad “de” y “en” la fe cristiana.
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[1] Comisión Teológica
Internacional, Jesucristo,
Hijo de Dios, Salvador. 1700 años del Concilio Ecuménico de Nicea (325-2025)
2024. El texto aquí citado es el documento oficial de dicho acontecimiento.
[2] Francisco, Discurso a los miembros de la Comisión
Teológica Internacional, 30 de noviembre de 2023.
[3] Luis González-Carvajal,
El credo explicado a los cristianos un poco escépticos. (Y a los escépticos
un poco cristianos), Sal Terrae, Maliaño 22019, 17. Las cursivas
son propias del autor.
[4] Cf. Aguirre,
R., «La “vuelta a los orígenes” y los inicios del cristianismo», en Id., La
memoria de Jesús y los cristianismos de los orígenes, EVD, Estella 2015, p.
125-171
[5] Cf. Walter Kasper, «Geschichtlichkeit der Dogmen?»,
Stimmen der Zeit, 179 (1967) 401-416; Id., «¿Historicidad de los dogmas?», en Selecciones
de Teología 28 (1968) s.p.
[6] Cf. Tomás J. Marín Mena, «El solipsismo
arriano y la lógica de la ortodoxia trinitaria: del mito de la helenización del
cristianismo al giro metafísico de Nicea», en Carthaginensia, 79 (2025)
318.
[7] Ignacio Cacho Nazábal, Credo. Para mejor entender la fe de
la Iglesia, Sal Terrae, Maliaño 2020, 10.
[8] Cf. Paul Tihon, «¿Hay dogmas prescritos?», en Selecciones
de Teología 188 (2028) 302.
[9] Clodovis Boff, Teoría del método teológico (Versión
didáctica), Dabar, México D.F. 2009, 49.
[10] Cf. Idem.
[11] Vicente de Lerins, Commonitorium primum II, PL 50, col. 640.
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