27 mayo 2020

El Verbo y el Espíritu Santo: Las dos manos de Dios. Solemnidad de Pentecostés.



Celebramos la Solemnidad de Pentecostés, donde los cristianos recordamos y celebramos la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, y lo que tradicionalmente se ha consideran como el «nacimiento de la Iglesia». Esta solemnidad nos permite reflexionar sobre el Misterio Trinitario, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es claro que a cada una de las personas divinas la solemos identificar con una acción o misión: al Padre como creador en el amor, al Hijo como redentor, liberador y salvador, y al Espíritu como santificador. Esto es cierto. Sólo hay que tener cuidado de no poner estas misiones como ajenas una de las otras, en especial la del Verbo y la del Espíritu con respecto al proyecto original del Padre.

Toda la historia de la salvación procede de las dos misiones reveladas en el Nuevo Testamento, a saber, la misión del Verbo y la del Espíritu Santo. A estos los encontramos, según la exégesis patrística, como un adelanto de la reflexión trinitaria,[1] desde el relato del génesis en el viento (Espíritu) de Dios que aleteaba por encima de las aguas (Gn 1,2); y en el estribillo «Dijo Dios» cuando Dios iba a «crear» algo mediante el Verbo (Gn 1,3.6.9.11.14.20.24.26.29). También en el credo rezamos «por quien todo fue hecho» respecto al Hijo, y «Señor y dador de vida», respecto al Espíritu. Ambos «dan vida».

Hay textos claros que afirman la misión de uno y otro, por ejemplo, Ga 4,4 afirma la misión del Hijo diciendo que, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo el régimen de la ley, para rescatar a los que se hallaban sometidos a ella y para que recibiéramos la condición de hijos. Habría que acentuar aquí lo que lo evangelios atestiguan una y otra vez: Jesús, el Cristo, nos rescató y nos dio la condición de hijos «a lo largo de toda su vida», desde la encarnación hasta la ascensión, teniendo como principal mensaje el anunció del reino de Dios, pues éste era su «causa».[2]

En cuanto a la misión del Espíritu Santo podemos leer en Lc 24,49: Ahora voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. De momento permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos de poder desde lo alto; también en Jn 14,26 podemos leer: pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho. Según lo afirmado por estos textos, el Espíritu Santo es el Paráclito, el consolador que fortalecerá, enseñará y recordará a los cristianos todo lo que Jesús, el Cristo, dijo e hizo en favor de los hombres, y que puede sintetizarse, hay que insistir, en tres palabras: reino de Dios.

Para los cristianos, estas dos misiones constituyen los dos principios de salvación. Algunos Padres de la Iglesia, como san Irineo, usaron la expresión metafórica de «las dos manos de Dios Padre», para designar al Hijo y al Espíritu Santo. Sólo por ellas conocemos el misterio de la vida «al interior de la Trinidad». La teología cristiana no puede ser otra cosa que la explicación de estas misiones.

Esta doble misión no puede ser interpretada como si se tratara de una dualidad en donde hay dos misiones paralelas que nunca se juntan y que cada una anda su camino. Más bien hay que entender que las dos misiones son iguales en importancia, complementarias y distintas, y ninguna constituye la totalidad de la obra del Padre. Los cristianos debemos tomar como punto de partida tanto la palabra del Verbo como la acción del Espíritu, porque estos son los objetos paralelos diversos y complementarios del anuncio evangélico: la venida del Hijo y del Espíritu, enviados ambos por el Padre.[3]

El reino de Dios es el que hace empata ambas misiones, por eso hay que afirmar que, aunque es cierto que la misión central de Jesús es el reino de Dios, y la del Espíritu es la de fortalecer, enseñar y recordar, también es cierto que este reino se realiza por la misión del Espíritu Santo. Lucas confirma explícitamente esta equivalencia escribiendo que después de su pasión, Jesús se les presentó a los apóstoles dándoles pruebas de que vivía, dejándose ver de ellos durante cuarenta días y hablándoles del Reino de Dios. Mientras estaba comiendo con ellos, les ordenó ‘no se vayan de Jerusalén, aguarden la Promesa de mi Padre, que oyeron de mí. Porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de pocos días (Hch 1,3-5).  

Dios ha actuado siempre en la historia. Y lo ha hecho mediante su Espíritu, el cual prosigue la obra profética y salvadora narrada en los textos veterotestamentarios, pero ahora unido a la persona y misión de Jesús (Hch 2,33; 10,38); hasta que después, en Pentecostés, el Espíritu haga continuar e intensificar entre los discípulos la «salvación» comenzada por Jesús en su misión,[4] es decir, el anuncio y actuación del reino de Dios.

No hay que olvidar que las dos misiones, la del Espíritu y la del Verbo, aunque son misiones «distintas», son, también, «misiones iguales en importancia y complementarias de la totalidad de la obra del Padre». Teniendo en cuanta esto, podemos entender que «el Espíritu es un poder comunicado por Dios a Jesús, en el Evangelio de Lucas, y por Jesús, a los discípulos en Hechos (Hch 2,33). El propósito es dar testimonio de la buena noticia. Es un espíritu que no conduce al éxtasis sino a la misión, a la evangelización».[5]

¿Qué podemos concluir de lo dicho hasta aquí? Que la obra creadora por puro amor de Dios Padre que leemos desde el Génesis hasta el Apocalipsis puede ser releída desde las misiones del Verbo y del Espíritu. El primero como la encarnación de Dios que viene a redimir, sanar, liberar y salvar; el segundo como el que fortalece para continuar la obra del Verbo encarnado; sanar, liberar y salvar a los excluidos y los más desdichados y afligidos por el «mal» en nuestras coyunturas históricas es la misión que nos toca desempeñar ahora a nosotros como cristianos y continuadores de la misión de Jesús, el Cristo, fortalecidos por el Espíritu Santo.

Esta solemnidad de Pentecostés debe hacernos reflexionar en las siguientes preguntas ¿cómo continuar con la misión salvadora del Verbo encarnado impulsados por la fortaleza del Espíritu Santo? ¿me he dejado inundar por el Espíritu Santo que fortalece, enseña y recuerda todo lo que Jesús dijo e hizo? ¿he pecado de omisión en mi tarea evangelizadora de anunciar el reino de Dios? y, por último, ¿cómo voy a prepararme enteramente en cuerpo, alma y espíritu, para la solemnidad de Pentecostés?

 Animados debemos estar porque tenemos esperanza de que este Jesús que de entre nosotros ha sido llevado al cielo, volverá tal como lo vieron marchar algunos (Hch 1,11), y ya lo experimentamos cuando sentimos cumplida la promesa de Jesús de que donde hubiera dos o tres reunidos en su nombre, él ahí estaría (Mt 18,20).

Fraternalmente
Iván Ruiz Armenta




[1] Nota «1 2 (b)» de Gn 1 en Biblia de Jerusalén, DDB, Bilbao 20094, 13.

[2] W. Kasper, Jesús, el Cristo, Sal Terrae, Santander 20142, 116.

[3] Cf. J. Comblin,  «La misión del Espíritu Santo», en SelT 62 (1977); aparición original «A missao do Spírito Santo», en Revista Eclesiástica Brasileira 35 (1975) 288-325.

[4] Cf. A. Noguez, Hechos de los apóstoles, Dabar, México D. F. 2002, 59.

[5] Ibid., 60.


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