Aclamación antes del
evangelio Jn 12, 31-32
R. Aleluya, aleluya.
Jesucristo, nuestro salvador, ha vencido la
muerte y ha hecho resplandecer la vida por medio del Evangelio.
R. Aleluya, aleluya.
Evangelio
¡Óyeme, niña,
levántate!
Del santo Evangelio según san Marcos
3, 20-35
En aquel
tiempo, cuando Jesús regresó en la barca al otro lado del lago, se quedó en la
orilla y ahí se le reunió mucha gente. Entonces se acercó uno de los jefes de
la sinagoga, llamado Jairo. Al ver a Jesús, se echó a sus pies y le suplicaba
con insistencia: “Mi hija está agonizando. Ven a imponerle las manos para que
se cure y viva”. Jesús se fue con él y mucha gente lo seguía y lo apretujaba.
Entre la
gente había una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años. Había
sufrido mucho a manos de los médicos y había gastado en eso toda su fortuna,
pero en vez de mejorar, había empeorado. Oyó hablar de Jesús, vino y se le
acercó por detrás entre la gente y le tocó el manto, pensando que, con sólo
tocarle el vestido, se curaría. Inmediatamente se le secó la fuente de su
hemorragia y sintió en su cuerpo que estaba curada.
Jesús notó al
instante que una fuerza curativa había salido de él, se volvió hacia la gente y
les preguntó: “¿Quién ha tocado mi manto?” Sus discípulos le contestaron: “Estás
viendo cómo te empuja la gente y todavía preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’” Pero
él seguía mirando alrededor, para descubrir quién había sido. Entonces se
acercó la mujer, asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado; se
postró a sus pies y le confesó la verdad. Jesús la tranquilizó, diciendo: “Hija,
tu fe te ha curado. Vete en paz y queda sana de tu enfermedad”.
Todavía
estaba hablando Jesús, cuando unos criados llegaron de casa del jefe de la
sinagoga para decirle a éste: “Ya se murió tu hija. ¿Para qué sigues molestando
al Maestro?” Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la
sinagoga: “No temas. Basta que tengas fe”. No permitió que lo acompañaran más
que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.
Al llegar a
la casa del jefe de la sinagoga, vio Jesús el alboroto de la gente y oyó los
llantos y los alaridos que daban. Entró y les dijo: “¿Qué significa tanto
llanto y alboroto? La niña no está muerta, está dormida”. Y se reían de él.
Entonces Jesús echó fuera a la gente, y con los padres de la niña y sus
acompañantes, entró a donde estaba la niña. La tomó de la mano y le dijo: “¡Talitá,
kum!”, que significa: “¡Óyeme, niña, levántate!” La niña, que tenía doce
años, se levantó inmediatamente y se puso a caminar. Todos se quedaron
asombrados. Jesús les ordenó severamente que no lo dijeran a nadie y les mandó
que le dieran de comer a la niña.
Palabra del Señor.
Reflexión:
Fe y vida, experiencias inseparables
del seguimiento de Jesús.
Este domingo el evangelio nos presenta
un pasaje de un “doble milagro”. Uno de ellos es “querido” o “previsto” por el
Maestro, mientras que el otro es “inesperado” por él. Ambos tienen cosas en común.
Primero que nada, los dos milagros son en dos mujeres: una menor (niña) y una
mayor (mujer); ambos milagros tienen que ver directamente con la vida: la niña
agoniza (y termina muriendo según el relato), mientras que la mujer sufre de
flujo de sangre, y es bien sabido que en el mundo judío la sangre es sinónimo de
vida, si está perdiendo sangre, es como si estuviera perdiendo vida; el ultimo
detalle que comparten mujer y niña es que la primera lleva doce años con el
flujo de sangre, y la niña tiene doce años de edad.
Me parece que lo principal que podemos
decir de todo esto es que Jesús siempre fue (y seguirá siendo) fuente de vida inagotable
para quien cree en él (Juan 11, 25-27). En efecto, como en muchos de los
milagros que nos narran los evangelistas, para que la curación de la hemorroisa
y la vuelta a la vida de la niña acontezcan, es necesaria la fe.
En la mujer que sufre flujo de sangre
su fe es tan grande que no necesita pedirle nada a Jesús de manera explícita o
en voz alta; para ella solo basta con tocar su manto. En el caso de la niña y
su regreso a la vida, el portador de la fe es Jairo, su papá y jefe de la
sinagoga. Para participar de la vida que Jesús nos da, hay que creer en él.
Pero no se trata de una fe proclamada con los labios y negada con las obras. Por
el contrario, se trata de una fe confesada y practicada. No se puede confesar
con la boca que Jesús es el Señor y negarlo con el actuar diario. Eso sería hipocresía
y falso cristianismo.
Dicho esto, caben algunas preguntas a
nivel personal: ¿qué tipo de fe tengo? ¿confesada? ¿práctica? ¿ambas? ¿Mi fe están
grande que soy capaz solo de confiar en “tocar el manto” de Jesús y quedar
curado(a)? ¿Cómo conjugo mi fe con mi vida diaria? ¿me doy cuenta de la vida que
me da la fe en el Hijo de Dios?
Quiero ir cerrando esta breve reflexión
poniendo atención en una disparidad evidente entre la niña y la mujer: su edad.
Mientras que el relato nos habla de 12 años de la hija de Jairo, guarda silencio
respecto de la edad de la hemorroisa, pero puede deducirse que ya es una mujer adulta.
Para la vida que trae la fe en Jesús, el Cristo, no hay edades. Bien se hace
presente en los primeros años de la vida, bien se hace presente en la vida
adulta, o en el desenlace de ésta. Pidamos al Señor Jesús que sea el dueño de
nuestra vida, de nuestra acciones y, por medio de nosotros, siga su misión de
instaurar el reino de Dios.
En conclusión, la fe en el Resucitado y
la vida que de él se desprende habitan dentro de cada hombre que emprende el
seguimiento de Jesús. Fe y vida, son pues, experiencias inseparables del cristiano.
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