Si él demostró así su divinidad, parece lógico que nosotros andemos el camino de la divinidad mostrando siempre y en todo momento nuestro lado más humano.
El Nacimiento de nuestro Salvador:
el camino de la divinidad a la humanidad y de la humanidad a la divinidad
Insertos
ya en el tiempo litúrgico de la Navidad, les invito a reflexionar desde la oración
colecta de la eucaristía del 25 de diciembre, que dice así:
«Señor Dios, que de manera admirable
creaste la naturaleza humana y, de modo aún más admirable, la restauraste,
concédenos compartir la divinidad de aquel que se dignó compartir nuestra
humanidad. Él, que vive y reina contigo...»
Señor
Dios, que de manera admirable creaste la naturaleza humana… Decían los Padres de la Iglesia que
cuando Dios creó a la humanidad –representada, según el Génesis, en Adán y Eva–
estaba pensando ya en la encarnación del Verbo. En realidad, ahí es donde
comienza el proyecto salvador de Dios, pues al crearnos –a toda la humanidad
en general, y a cada uno de nosotros en particular– nos salva de la no-existencia.
Y nos creó con una intención: para relacionarnos con él en la libertad, por eso
estamos hechos a su Imagen y semejanza.
…y,
de modo aún más admirable, la restauraste… El tiempo de Navidad es un tiempo dedicado a reflexionar
en el misterio de la encarnación y nacimiento del Salvador. Cierto es que la
encarnación se celebra cada 25 de marzo, pero no podemos hablar de un
nacimiento sin una concepción. Así, pues, hay una conexión intrínseca entre una
y otra fecha. La primera –la encarnación– marca el inicio de la «restauración»
de la naturaleza humana representada en la desobediencia de Adán y Eva; la
segunda –el nacimiento–, indica no sólo
que Dios está con los suyos, sino que Dios, en el Verbo encarnado y
nacido, es uno de los suyos: ¡Dios se ha hecho hombre!
…concédenos
compartir la divinidad de aquel que se dignó compartir nuestra humanidad… El Verbo, al encarnarse, no sólo se
hizo uno de nosotros, sino que se fundió con cada uno de nosotros de una manera
única y original. Con ello, nos mostró un Dios cercano a su creación
predilecta: la humanidad. Lejos de “castigarnos” por nuestras faltas, nos
muestra su rostro divino de una manera humana: en la fragilidad de un pequeño
Niño.
El primer paso ya lo ha dado Dios, nos toca a nosotros
reconocer ese rostro humano, no sólo en el niño del pesebre, sino también, y
sobre todo, en todo aquel que necesita de amor, consuelo, palabras de aliento,
de un abrazo, de un ¡Te quiero! De esta manera estaremos compartiendo la divinidad de aquel que se dignó
compartir nuestra humanidad, pues la divinidad del Verbo encarnado no solo se “de-muestra” en los
milagros espectaculares que nos narran los evangelios, sino que, y ante todo, en
que muestra su divinidad preocupándose siempre por la humanidad.
Si él
demostró así su divinidad, parece lógico que nosotros andemos el camino de
la divinidad mostrando siempre y en todo momento nuestro lado más humano.
Es el tiempo propicio para que replanteemos nuestro “ser seres humano” y, desde
esta naturaleza temporal y frágil, nos unamos a Dios para que el nos participe
de su eternidad y fortaleza.
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