Preguntar por
el “nacimiento de la Iglesia” exige inmediatamente voltear la mirada a las «dos
manos de Dios» (san Ireneo) y sus misiones: a la del Verbo y a la del Espíritu
Santo. En efecto, tanto uno como otro son los enviados por Dios Padre para
manifestar su pleno amor misericordioso. El Verbo (engendrado), desde su
encarnación, no cesó una y otra ves de manifestarnos el rostro misericordioso
del Padre (Misericordie vultus, 1). Los evangelios dan cuenta de esto.
El Espíritu (espirado), por su parte, no cesó de fortalecer a los discípulos
para convertirlos en apóstoles, teniendo su momento culmen en
Pentecostés.
Cierto
es que es más frecuente situar el nacimiento de la Iglesia el día de
Pentecostés, cuando, estando «todos reunidos», descendió sobre ellos el
Espíritu Santo (Hch 2, 1ss). Sin embargo, situar única y explícitamente el
nacimiento de la Iglesia en este acontecimiento, no es del todo preciso. De ser
así, qué sentido tiene decir que Cristo fundó la Iglesia. estamos, pues, ante
una «fundación doble», o si se prefiere, una «cofundación»: tanto Jesucristo
como el Espíritu son los fundadores de «una Iglesia».
Asumiendo
esto, hay que decir que Jesús, el Cristo, fundó, a través de sus dichos y
hechos, a la Iglesia, entendida ésta como asamblea convocada. En palabras del
Catecismo de la Iglesia Católica hay que afirmar que Cristo, con todos sus
actos, prepara y edifica a la Iglesia (CEC 765). La cual tendrá su confirmación
en su Pasión, comenzando en aquellas palabras «esto es mi Cuerpo» y «esto es mi
sangre» y culminando en la cruz. Tanto el Concilio Vaticano II como el Catecismo
de la Iglesia Católica afirman que el comienzo y el crecimiento de la Iglesia
están simbolizados en la sangre y en el agua que manaron del costado abierto de
Cristo crucificado (LG 3; CEC 766).
Sin
embargo, fue el Espíritu Santo quien hizo una «manifestación pública» de la
Iglesia. Viéndose cumplida la promesa hecha por el mismo Jesús de que el Padre
enviaría un Paráclito (Jn 14, 26): el Espíritu Santo. Él fue quien fortaleció a
aquella asamblea convocada y enseñada por Jesús, rompiendo, así, con el miedo
que los tenía paralizados al verse sin el Maestro. Quedando llenos de fortaleza
y gozo, los discípulos no pueden permanecer más tiempo encerrados; ahora han
sido enviados con la fuerza del Espíritu a transmitir la Buena Nueva del reino
de Dios, por la cual había entregado su vida Jesús.
Desde
esta acción fortalecedora del Espíritu Santo ha de entenderse su acción
cofundadora de la Iglesia. En este sentido, y retomando las líneas de un
inicio, el nacimiento de la Iglesia se debe a las misiones del Verbo
(encarnado) y del Espíritu Santo. El primero funda a su Iglesia con todos sus actos,
que significan la entrega total; el segundo, fortaleciendo a la asamblea
convocada por Jesús, para que propague el reino de Dios.
Sólo
hasta después de esta “doble fundación” es que podemos entender a la Iglesia
como una Institución con todas sus “normas”. En la que, claro está, la norma
suprema es el Evangelio mismo, es decir, Jesucristo. Esta institución humana,
si quiere ser sacramento universal de salvación (LG 48), no puede desoír la voz
e inspiración del Espíritu Santo. Pues éste es quien la hace ser «una, santa,
católica y apostólica», como rezamos cada ocho días cuando hacemos profesión de
nuestra fe. Nosotros, miembros de esta asamblea convocada por Jesús y
fortalecida por el Espíritu, somos los que hemos de dar testimonio de lo que
creemos.
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