07 octubre 2020

El Espíritu Santo cofundador de la Iglesia

 


Preguntar por el “nacimiento de la Iglesia” exige inmediatamente voltear la mirada a las «dos manos de Dios» (san Ireneo) y sus misiones: a la del Verbo y a la del Espíritu Santo. En efecto, tanto uno como otro son los enviados por Dios Padre para manifestar su pleno amor misericordioso. El Verbo (engendrado), desde su encarnación, no cesó una y otra ves de manifestarnos el rostro misericordioso del Padre (Misericordie vultus, 1). Los evangelios dan cuenta de esto. El Espíritu (espirado), por su parte, no cesó de fortalecer a los discípulos para convertirlos en apóstoles, teniendo su momento culmen en Pentecostés.


Cierto es que es más frecuente situar el nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés, cuando, estando «todos reunidos», descendió sobre ellos el Espíritu Santo (Hch 2, 1ss). Sin embargo, situar única y explícitamente el nacimiento de la Iglesia en este acontecimiento, no es del todo preciso. De ser así, qué sentido tiene decir que Cristo fundó la Iglesia. estamos, pues, ante una «fundación doble», o si se prefiere, una «cofundación»: tanto Jesucristo como el Espíritu son los fundadores de «una Iglesia».


Asumiendo esto, hay que decir que Jesús, el Cristo, fundó, a través de sus dichos y hechos, a la Iglesia, entendida ésta como asamblea convocada. En palabras del Catecismo de la Iglesia Católica hay que afirmar que Cristo, con todos sus actos, prepara y edifica a la Iglesia (CEC 765). La cual tendrá su confirmación en su Pasión, comenzando en aquellas palabras «esto es mi Cuerpo» y «esto es mi sangre» y culminando en la cruz. Tanto el Concilio Vaticano II como el Catecismo de la Iglesia Católica afirman que el comienzo y el crecimiento de la Iglesia están simbolizados en la sangre y en el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado (LG 3; CEC 766).




Sin embargo, fue el Espíritu Santo quien hizo una «manifestación pública» de la Iglesia. Viéndose cumplida la promesa hecha por el mismo Jesús de que el Padre enviaría un Paráclito (Jn 14, 26): el Espíritu Santo. Él fue quien fortaleció a aquella asamblea convocada y enseñada por Jesús, rompiendo, así, con el miedo que los tenía paralizados al verse sin el Maestro. Quedando llenos de fortaleza y gozo, los discípulos no pueden permanecer más tiempo encerrados; ahora han sido enviados con la fuerza del Espíritu a transmitir la Buena Nueva del reino de Dios, por la cual había entregado su vida Jesús.


Desde esta acción fortalecedora del Espíritu Santo ha de entenderse su acción cofundadora de la Iglesia. En este sentido, y retomando las líneas de un inicio, el nacimiento de la Iglesia se debe a las misiones del Verbo (encarnado) y del Espíritu Santo. El primero funda a su Iglesia con todos sus actos, que significan la entrega total; el segundo, fortaleciendo a la asamblea convocada por Jesús, para que propague el reino de Dios.


Sólo hasta después de esta “doble fundación” es que podemos entender a la Iglesia como una Institución con todas sus “normas”. En la que, claro está, la norma suprema es el Evangelio mismo, es decir, Jesucristo. Esta institución humana, si quiere ser sacramento universal de salvación (LG 48), no puede desoír la voz e inspiración del Espíritu Santo. Pues éste es quien la hace ser «una, santa, católica y apostólica», como rezamos cada ocho días cuando hacemos profesión de nuestra fe. Nosotros, miembros de esta asamblea convocada por Jesús y fortalecida por el Espíritu, somos los que hemos de dar testimonio de lo que creemos.


¡Paz y Bien!
Fraternalmente
Iván Ruiz Armenta


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Bibliografía:
Y. Congar, El Espíritu Santo, Herder, 1991, 205-217.
Yo creo. Pequeño Catecismo Católico

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