29 octubre 2023

Reflexión dominical: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.[…]Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Mateo (22,34-40) | Por: Daniel de la Divina Misericordia

 


DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO

«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.[…]Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Mateo (22,34-40)

Estamos entrando a la recta final del año litúrgico, por lo cual la liturgia nos invitará a hacer un balance de nuestra actitud frente a la propuesta de Jesús que se nos ha descubierto a lo largo del Evangelio. El hilo conductor será el amor, pues a la luz del amor cristiano es como auténticamente podremos conocer, comprender y vivir lo que Jesús nos ha legado, manifestándose en una caridad sin límites con los otros, y con una esperanza que amando no desfallece; finalmente, en el juicio que hará Dios en la plenitud de los tiempos, la medida será la práctica del amor con que hubiéramos actuado, particularmente con los más desposeídos.

Por ello, para comenzar esta etapa final de nuestro recorrido por el Evangelio de Mateo, conviene que meditemos profundamente en el amor, pues si lo comprendemos con suficiencia, entonces seremos capaces de reconocer su presencia o su ausencia.

1.      «Dios es amor» (1 Juan 4,8)

La anterior es una de las afirmaciones más conocidas del apóstol Juan, es una bella condensación de la manera en que nuestro lenguaje limitado puede definir la esencia de Dios: es amor, actúa por amor, solo sabe amar, ama sin medida, ama por la eternidad.

De ahí que la experiencia vital de todo cristiano siempre será la del amor de Dios, antes de comprender a Dios como justicia, omnipotencia, omnisciencia, omnipresencia, o con alguno de los miles de conceptos teológicos que tenemos, siempre será necesario comprender a Dios como amor; esa es la experiencia de Jesús, quien se sentía “Hijo amado” de Dios (Cfr.  Mateo 3,17), la experiencia del apóstol Pablo quien sabía que ese Hijo lo había “amado hasta entregarse” por él (Cfr. Gálatas 2,20), la experiencia de la comunidad cristiana que sabe que Dios “ha amado tanto al mundo” hasta entregar a su propio Hijo (Cfr. Juan 3,16), así como que la grandeza de dicho amor radica en que es un amor que no corresponde a nuestro amor, sino que es un amor que “nos amó primero” (Cfr. 1 Juan 4,10); es la experiencia misma del pueblo de Israel que tanto predicaron los profetas (Cfr. Jeremías 31,3; Isaías 41,3; Oseas 2,14) y que no dejaba de comparar con el amor que siente el esposo con la esposa (Cfr. Cantar de los cantares 4,8).

Así que, pensemos en nuestra experiencia personal del amor de Dios, y descubramos qué tan fresca sigue esa imagen amorosa o si la hemos sepultado bajo un montón de conceptualizaciones que distorsionan su esencia más profunda. De lo anterior podemos deducir que si Dios es amor su actuación será siempre en la línea del amor, que la gracia que santifica es su amor, que hemos sido salvados por el amor, que la vida santa a la que Él nos invita a asumir es una vida en el amor; y como consecuencia, sabremos distinguir, que lo que no es amor es contrario a Dios, que aquello que llamamos pecado simplemente es ausencia de amor, que nuestro enemigo tan temido “el diablo” es aquel que no ama, y que la condenación eterna es nada más y nada menos que una vida que no logra experimentar el amor porque lo ha rechazado.

De ahí que cuando el doctor de la ley pregunta a Jesús a cerca del mandamiento más importante, reciba como respuesta “amar”, pues si Dios es amor y actúa movido por el amor, y nos llama a ser su imagen y semejanza, es lógico que nuestro actuar sea exclusivamente amar. Y ya que el ser humano tiene una triple relacionalidad (con Dios, consigo mismo y con los que lo rodean), el amor se vive en una triple dimensión; y para que quede más claro, Jesús nos propone un camino: Amar a Dios y amar al Prójimo, ambos amores con una única medida, el amor que nos amamos a nosotros mismos.

2.      «Amarás[…]con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser[…] como a ti mismo.»

Al hablar del amor debido a Dios Jesús es muy claro: con la integridad de la persona; para amar a Dios no puede haber sesgos, partes, divisiones, se le ama con la totalidad del ser o no es un auténtico amor. Pero para poder amar de esa forma, es necesario que haya un profundo autoconocimiento, tener muy presentes las virtudes, capacidades, valores, con las que se cuentan, pero también las cosas difíciles y negativas que nos duelen; y tan importante como el autoconocimiento está la autoaceptación, de la persona en su totalidad, para que en un ejercicio de humildad exista una autentica donación a la voluntad de Dios.

Conocernos y aceptarnos son los pasos que nos llevan al amor, eso lo podemos ver en la vida cotidiana, el noviazgo de una pareja es la etapa del conocimiento reciproco, por ello es muy importante la sinceridad para que ambos puedan aceptarse tal y como son y de ahí surja un amor puro y sincero que sea lo suficientemente fuerte para que los mantenga unidos el resto de la vida.

Quizá, en el ejercicio de amar, el paso más difícil sea el de amarnos, de forma correcta, a nosotros mismos, porque a veces nos engañamos, ocultamos de nosotros y de los otros cosas que nos parecen inaceptables; esta falta de transparencia nos lleva a  no aceptar lo que somos y por tanto a crear imágenes falsas que presentamos, ocultamos nuestras deficiencias bajo mascaras creadas en exaltar virtudes con las que muchas veces no contamos, lo cual nos lleva a la degradación; contrario es el actuar de Dios, quien se nos ha revelado en total transparencia, por ello a Él nunca podremos engañarlo, y aún más, siempre nos aceptará tal y como somos esperando que seamos mejor y que logremos aceptarnos con honestidad.

Cuando amamos a Dios con todo el corazón, con toda el alma y todo el ser, el hombre puede llegar a su plenitud, pues reflejado en Dios puede conocerse, sobre todo cuando se mira en la imagen del Hijo, arquetipo de la humanidad, y mirando sus deficiencias puede irse purificando de ellas, aceptando el proyecto de Dios para sí, logra entonces a amarse y por tanto sentirse profundamente amado por su creador.

Por ello, solo cuando nos amamos a nosotros mismos somos capaces de amar a Dios, con un amor honesto, transparente y puro. La ausencia de amor por uno mismo o un amor distorsionado por la propia persona nos llevan a formas equivocas de un supuesto amor a Dios, pues nos creamos imágenes falsas de él que correspondan a las imágenes distorsionadas que la carencia de amor crea de nosotros mismos; así surge el dios castigador que no tolera las deficiencias del hombre y necesita ser retribuido por ellas a base de castigos y penitencias que mientras más humillantes sean lo aplacan más; surge el dios indolente, encerrado en su cielo, a quien no interesan los problemas humanos, que solo atiende las largas plegarias, los rituales solemnes; surge en pocas palabras un dios a nuestra propia medida, no dejamos a Dios ser Dios. Y en esta relación los demás también salen perjudicados, pues solo nos interesamos en estar bien con dios, y olvidamos los problemas sociales, la caridad, la solidaridad, nos volvemos jueces de los otros, perseguidores del pecado al mero estilo de la inquisición, no convivimos por estar rezando todo el tiempo, dejamos de lado esta realidad terrenal transitoria y pecadora por solo estar pensando en un cielo eterno hecho a la medida del dios que nos hemos fabricado.

En cuanto a nuestra relación con el prójimo ocurre lo mismo. A veces nos amamos tan poco que ponemos a los demás por encima de nosotros, los “amamos” más a ellos y dejamos que sus intereses aplasten a los nuestros, sus necesidades aniquilen a las nuestras, su valor elimine el nuestro; así vemos a madres o padres de familia que se olvidan de si, de cubrir sus necesidades básicas en pos de satisfacer las de sus hijos, esposas que se vuelven esclavas de sus esposos dejando que las humillen o golpeen, de hijos que nunca comienzan su propia vida sometidos a la voluntad de sus propios padres, amistades “toxicas” que no permiten a la persona interactuar con otros.

Otras veces nos amamos tanto que ponemos a los demás por debajo de nosotros, nos “amamos” tanto que olvidamos de compartir, anteponemos nuestros interés siendo egoístas, olvidamos sus necesidades y solo nos importan los demás en la medida en que nos satisfagan a nosotros, eliminamos su valor por exaltar nuestra propia “autoestima”; así vemos a patrones que explotan a sus empleados pensando “la empresa es mía”, dejamos de practicar la caridad solidaria porque los pobres “no son mi problema”, no nos interesamos de sus problemas “para no meterme en problemas”, dejamos de luchar por los derechos del pobre “porque son flojos, porque son ocupación del gobierno”, no nos involucramos en la vida política y social porque “yo estoy bien, eso es asunto de los que no tienen que hacer”, y un largo etcétera por detrás.

Y en estas relaciones Dios también se ve perjudicado, pues el reino de paz, amor, justicia, que intenta implementar se ve frustrado. La primera lectura tomada del Éxodo (Éxodo 22,20-26), recuerda al pueblo la obligación contraída con Dios de tratar con amor al forastero y necesitado, ya que en su propia migración y necesidad Dios mismo lo trató con misericordia; em pocas palabras, el autor sagrado exhorta a su pueblo: ama a tu prójimo como Dios mismo te ha amado.

En ambos casos, el amor deficiente por la propia persona nos lleva a construir relaciones desviadas, con uno mismo, con el prójimo y con Dios; el amor es el centro de nuestras relaciones, pero como hemos visto, este debe tener un sano equilibrio que se estable a partir del amor propio: como a ti mismo, ni más ni menos, solo como a ti mismo.

3.      «Yo te amo Señor, tú eres mi fortaleza» (Salmo 17,2)

El amor tendrá que ser en la vida del cristiano un puesto principal, ya que a la luz de su valor el hombre podrá reconocer que Dios es su Padre y creador, y ya que lo ha hecho a su imagen y semejanza sabrá descubrir su propia dignidad de imagen de Dios, dignidad que comparte con todos los seres humanos, por lo cual les debe amor, respeto y responsabilidad; y en cuanto a su dignidad como hijo de Dios, el hombre sabrá reconocer en los demás a hermanos por los cuales debe velar, y a los que está llamado a llevar al reconocimiento de la propia dignidad acercándolos a Dios. Amar, amar sin límites, el amor será el motor de nuestros actos y la medida por la que serán valorados.

En estos días hemos sido testigos de situaciones difíciles que nos deben interpelar en nuestra forma de amar; por un lado el azote de la guerra en diferentes puntos de nuestro planeta deja ver el sufrimiento de miles de inocentes, la muerte de centenares de hermanos nuestros, la posibilidad de un conflicto mayor; por otro lado los desastres naturales dejaron desolación y devastación en algunas regiones de nuestra Patria, afectando a tantos hermanos nuestros que perdieron a familiares o que vieron perdido en unas horas su patrimonio material. Un auténtico amor propio debiera movernos ahora a la solidaridad con ellos y buscar la manera de ayudarles en sus necesidades, sumándonos en la medida de nuestras posibilidades a las iniciativas eclesiales y sociales que llevan apoyo a dichos escenarios, y desde ello también solidarizarnos con Dios, el Padre misericordioso, que sufre en el sufrimiento de sus hijos.

El resto de la reflexión depende de ti.

Bendecida semana.

Daniel de la Divina Misericordia C.P.

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