DOMINGO
XXX DEL TIEMPO ORDINARIO
«Amarás al Señor, tu
Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.[…]Amarás a tu
prójimo como a ti mismo.» Mateo (22,34-40)
Estamos entrando a la
recta final del año litúrgico, por lo cual la liturgia nos invitará a hacer un
balance de nuestra actitud frente a la propuesta de Jesús que se nos ha
descubierto a lo largo del Evangelio. El hilo conductor será el amor, pues a la
luz del amor cristiano es como auténticamente podremos conocer, comprender y
vivir lo que Jesús nos ha legado, manifestándose en una caridad sin límites con
los otros, y con una esperanza que amando no desfallece; finalmente, en el
juicio que hará Dios en la plenitud de los tiempos, la medida será la práctica
del amor con que hubiéramos actuado, particularmente con los más desposeídos.
Por ello, para comenzar
esta etapa final de nuestro recorrido por el Evangelio de Mateo, conviene que
meditemos profundamente en el amor, pues si lo comprendemos con suficiencia,
entonces seremos capaces de reconocer su presencia o su ausencia.
1. «Dios es amor» (1 Juan
4,8)
La
anterior es una de las afirmaciones más conocidas del apóstol Juan, es una
bella condensación de la manera en que nuestro lenguaje limitado puede definir
la esencia de Dios: es amor, actúa por amor, solo sabe amar, ama sin medida,
ama por la eternidad.
De
ahí que la experiencia vital de todo cristiano siempre será la del amor de
Dios, antes de comprender a Dios como justicia, omnipotencia, omnisciencia,
omnipresencia, o con alguno de los miles de conceptos teológicos que tenemos,
siempre será necesario comprender a Dios como amor; esa es la experiencia de
Jesús, quien se sentía “Hijo amado” de Dios (Cfr. Mateo 3,17), la experiencia del apóstol Pablo
quien sabía que ese Hijo lo había “amado hasta entregarse” por él (Cfr. Gálatas
2,20), la experiencia de la comunidad cristiana que sabe que Dios “ha amado
tanto al mundo” hasta entregar a su propio Hijo (Cfr. Juan 3,16), así como que
la grandeza de dicho amor radica en que es un amor que no corresponde a nuestro
amor, sino que es un amor que “nos amó primero” (Cfr. 1 Juan 4,10); es la
experiencia misma del pueblo de Israel que tanto predicaron los profetas (Cfr.
Jeremías 31,3; Isaías 41,3; Oseas 2,14) y que no dejaba de comparar con el amor
que siente el esposo con la esposa (Cfr. Cantar de los cantares 4,8).
Así
que, pensemos en nuestra experiencia personal del amor de Dios, y descubramos
qué tan fresca sigue esa imagen amorosa o si la hemos sepultado bajo un montón
de conceptualizaciones que distorsionan su esencia más profunda. De lo anterior
podemos deducir que si Dios es amor su actuación será siempre en la línea del
amor, que la gracia que santifica es su amor, que hemos sido salvados por el
amor, que la vida santa a la que Él nos invita a asumir es una vida en el amor;
y como consecuencia, sabremos distinguir, que lo que no es amor es contrario a
Dios, que aquello que llamamos pecado simplemente es ausencia de amor, que
nuestro enemigo tan temido “el diablo” es aquel que no ama, y que la
condenación eterna es nada más y nada menos que una vida que no logra
experimentar el amor porque lo ha rechazado.
De
ahí que cuando el doctor de la ley pregunta a Jesús a cerca del mandamiento más
importante, reciba como respuesta “amar”, pues si Dios es amor y actúa movido
por el amor, y nos llama a ser su imagen y semejanza, es lógico que nuestro
actuar sea exclusivamente amar. Y ya que el ser humano tiene una triple
relacionalidad (con Dios, consigo mismo y con los que lo rodean), el amor se
vive en una triple dimensión; y para que quede más claro, Jesús nos propone un
camino: Amar a Dios y amar al Prójimo, ambos amores con una única medida, el
amor que nos amamos a nosotros mismos.
2. «Amarás[…]con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todo tu ser[…] como a ti mismo.»
Al
hablar del amor debido a Dios Jesús es muy claro: con la integridad de la
persona; para amar a Dios no puede haber sesgos, partes, divisiones, se le ama
con la totalidad del ser o no es un auténtico amor. Pero para poder amar de esa
forma, es necesario que haya un profundo autoconocimiento, tener muy presentes
las virtudes, capacidades, valores, con las que se cuentan, pero también las
cosas difíciles y negativas que nos duelen; y tan importante como el
autoconocimiento está la autoaceptación, de la persona en su totalidad, para
que en un ejercicio de humildad exista una autentica donación a la voluntad de
Dios.
Conocernos
y aceptarnos son los pasos que nos llevan al amor, eso lo podemos ver en la
vida cotidiana, el noviazgo de una pareja es la etapa del conocimiento
reciproco, por ello es muy importante la sinceridad para que ambos puedan
aceptarse tal y como son y de ahí surja un amor puro y sincero que sea lo
suficientemente fuerte para que los mantenga unidos el resto de la vida.
Quizá,
en el ejercicio de amar, el paso más difícil sea el de amarnos, de forma
correcta, a nosotros mismos, porque a veces nos engañamos, ocultamos de
nosotros y de los otros cosas que nos parecen inaceptables; esta falta de
transparencia nos lleva a no aceptar lo
que somos y por tanto a crear imágenes falsas que presentamos, ocultamos
nuestras deficiencias bajo mascaras creadas en exaltar virtudes con las que
muchas veces no contamos, lo cual nos lleva a la degradación; contrario es el
actuar de Dios, quien se nos ha revelado en total transparencia, por ello a Él
nunca podremos engañarlo, y aún más, siempre nos aceptará tal y como somos
esperando que seamos mejor y que logremos aceptarnos con honestidad.
Cuando
amamos a Dios con todo el corazón, con toda el alma y todo el ser, el hombre
puede llegar a su plenitud, pues reflejado en Dios puede conocerse, sobre todo
cuando se mira en la imagen del Hijo, arquetipo de la humanidad, y mirando sus
deficiencias puede irse purificando de ellas, aceptando el proyecto de Dios
para sí, logra entonces a amarse y por tanto sentirse profundamente amado por
su creador.
Por
ello, solo cuando nos amamos a nosotros mismos somos capaces de amar a Dios,
con un amor honesto, transparente y puro. La ausencia de amor por uno mismo o
un amor distorsionado por la propia persona nos llevan a formas equivocas de un
supuesto amor a Dios, pues nos creamos imágenes falsas de él que correspondan a
las imágenes distorsionadas que la carencia de amor crea de nosotros mismos;
así surge el dios castigador que no tolera las deficiencias del hombre y
necesita ser retribuido por ellas a base de castigos y penitencias que mientras
más humillantes sean lo aplacan más; surge el dios indolente, encerrado en su
cielo, a quien no interesan los problemas humanos, que solo atiende las largas
plegarias, los rituales solemnes; surge en pocas palabras un dios a nuestra
propia medida, no dejamos a Dios ser Dios. Y en esta relación los demás también
salen perjudicados, pues solo nos interesamos en estar bien con dios, y
olvidamos los problemas sociales, la caridad, la solidaridad, nos volvemos
jueces de los otros, perseguidores del pecado al mero estilo de la inquisición,
no convivimos por estar rezando todo el tiempo, dejamos de lado esta realidad
terrenal transitoria y pecadora por solo estar pensando en un cielo eterno
hecho a la medida del dios que nos hemos fabricado.
En
cuanto a nuestra relación con el prójimo ocurre lo mismo. A veces nos amamos
tan poco que ponemos a los demás por encima de nosotros, los “amamos” más a
ellos y dejamos que sus intereses aplasten a los nuestros, sus necesidades
aniquilen a las nuestras, su valor elimine el nuestro; así vemos a madres o
padres de familia que se olvidan de si, de cubrir sus necesidades básicas en
pos de satisfacer las de sus hijos, esposas que se vuelven esclavas de sus
esposos dejando que las humillen o golpeen, de hijos que nunca comienzan su
propia vida sometidos a la voluntad de sus propios padres, amistades “toxicas”
que no permiten a la persona interactuar con otros.
Otras
veces nos amamos tanto que ponemos a los demás por debajo de nosotros, nos
“amamos” tanto que olvidamos de compartir, anteponemos nuestros interés siendo
egoístas, olvidamos sus necesidades y solo nos importan los demás en la medida
en que nos satisfagan a nosotros, eliminamos su valor por exaltar nuestra
propia “autoestima”; así vemos a patrones que explotan a sus empleados pensando
“la empresa es mía”, dejamos de practicar la caridad solidaria porque los
pobres “no son mi problema”, no nos interesamos de sus problemas “para no
meterme en problemas”, dejamos de luchar por los derechos del pobre “porque son
flojos, porque son ocupación del gobierno”, no nos involucramos en la vida
política y social porque “yo estoy bien, eso es asunto de los que no tienen que
hacer”, y un largo etcétera por detrás.
Y
en estas relaciones Dios también se ve perjudicado, pues el reino de paz, amor,
justicia, que intenta implementar se ve frustrado. La primera lectura tomada
del Éxodo (Éxodo 22,20-26), recuerda al pueblo la obligación contraída con Dios
de tratar con amor al forastero y necesitado, ya que en su propia migración y
necesidad Dios mismo lo trató con misericordia; em pocas palabras, el autor
sagrado exhorta a su pueblo: ama a tu prójimo como Dios mismo te ha amado.
En
ambos casos, el amor deficiente por la propia persona nos lleva a construir
relaciones desviadas, con uno mismo, con el prójimo y con Dios; el amor es el
centro de nuestras relaciones, pero como hemos visto, este debe tener un sano
equilibrio que se estable a partir del amor propio: como a ti mismo, ni más ni
menos, solo como a ti mismo.
3. «Yo
te amo Señor, tú eres mi fortaleza» (Salmo 17,2)
El
amor tendrá que ser en la vida del cristiano un puesto principal, ya que a la
luz de su valor el hombre podrá reconocer que Dios es su Padre y creador, y ya
que lo ha hecho a su imagen y semejanza sabrá descubrir su propia dignidad de
imagen de Dios, dignidad que comparte con todos los seres humanos, por lo cual
les debe amor, respeto y responsabilidad; y en cuanto a su dignidad como hijo
de Dios, el hombre sabrá reconocer en los demás a hermanos por los cuales debe
velar, y a los que está llamado a llevar al reconocimiento de la propia
dignidad acercándolos a Dios. Amar, amar sin límites, el amor será el motor de
nuestros actos y la medida por la que serán valorados.
En
estos días hemos sido testigos de situaciones difíciles que nos deben
interpelar en nuestra forma de amar; por un lado el azote de la guerra en
diferentes puntos de nuestro planeta deja ver el sufrimiento de miles de
inocentes, la muerte de centenares de hermanos nuestros, la posibilidad de un
conflicto mayor; por otro lado los desastres naturales dejaron desolación y
devastación en algunas regiones de nuestra Patria, afectando a tantos hermanos
nuestros que perdieron a familiares o que vieron perdido en unas horas su
patrimonio material. Un auténtico amor propio debiera movernos ahora a la
solidaridad con ellos y buscar la manera de ayudarles en sus necesidades,
sumándonos en la medida de nuestras posibilidades a las iniciativas eclesiales
y sociales que llevan apoyo a dichos escenarios, y desde ello también
solidarizarnos con Dios, el Padre misericordioso, que sufre en el sufrimiento
de sus hijos.
El
resto de la reflexión depende de ti.
Bendecida
semana.
Daniel
de la Divina Misericordia C.P.
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