1 DE NOVIEMBRE.
Solemnidad de todos los santos.
«Esos
son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han
blanqueado con la Sangre del Cordero.» Apocalipsis 7,14.
Estos
días tan llenos de tradiciones en nuestra tierra mexicana, nos recuerda una
verdad muy hermosa de la tradición cristiana, que la Iglesia, la gran familia y
Pueblo de Dios, está extendida de tal manera que trasciende el tiempo y el
espacio, así, hoy nos unimos en la alegría de aquellos que, en la Jerusalén
celestial, conforman la Iglesia Triunfante que ya contempla cara a cara al
Señor; y mañana, conmemoraremos a quienes se disponen a participar de dicha
alegría, la Iglesia purgante, a quienes nos unen lazos de solidaridad por medio
de la oración. Hermoso es pensar en esto, en una Iglesia unida de esa manera,
solidaria en una misma oración, los unos por los otros, los santos interceden
por nosotros y los difuntos, nosotros oramos por los difuntos y ellos oran por
nosotros.
Contemplando
a esta Iglesia tan maravillosa, meditemos la Palabra de vida, que hoy nos
invita a pensar en la muchedumbre de los bienaventurados hijos de Dios;
bienaventurados sí, porque vivimos en la esperanza cierta de un día gozar en
plenitud de la vida en la presencia de Dios; bienaventurados sí, porque esa
esperanza nos lleva a construir el Reino.
1. «Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría
contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el
Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos.»
Apocalipsis 7, 2-4,9-14.
La primera lectura, tomada del Apocalipsis de
Juan, nos presenta una bella visión; para entenderla un poco mejor es necesario
comprender un poco el contexto en el que se da: Juan comienza describiendo la
presencia del “Hijo del Hombre” que dirige una serie de cartas a las siete
Iglesias de Asia, pensando en sus problemas internos les invita a resolverlos,
pues la tribulación está presente y necesitan estar bien unidos para
enfrentarla; pensando en esta tribulación, la pregunta surge ¿sobrevivirá la
Iglesia de Dios?, Juan responde a la pregunta con una serie de tres visiones
(El cordero, La mujer y el dragón, la Jerusalén celestial) en las cuales, a
través de una serie de símbolos entreteje la respuesta: nada podrá vencer a
Jesús y a su Iglesia.
la primera visión se desarrolla a partir de
una descripción del trono de Dios con una serie de elementos simbólicos tomados
del Antiguo Testamento, Juan manifiesta la continuidad de la tradición de
Israel con la tradición cristiana, pero ahora introduce a un personaje
ampliamente confrontante; Dios sostiene en su mano un rollo con siete sellos y
busca quien pueda abrirlo, los ancianos buscan al heredero de David, al León de
Judá, al guerrero poderoso que podrá revelar los secretos, sin embargo aparece
un cordero degollado y ensangrentado, la criatura más débil, marginada y
excluida, que tiene la dignidad suficiente para tomar el rollo y abrir sus
sellos.
La visión continua con la apertura de los
sellos: los primeros cuatro traen a cuatro jinetes que son las calamidades de
la tierra (conquista, guerra, hambre y muerte) que durante siglos han salpicado
la historia de la humanidad, hablan de un pasado doloroso que se hace constante
en el presente repitiéndose una y otra vez; el quinto sello es un parteaguas,
desde el trono de Dios las victimas de estas calamidades elevan su voz hacia el
cielo clamando justicia, comparten con el cordero el haber sufrido una muerte
violenta al renunciar a vivir practicando estas calamidades por vivir en la
mansedumbre, y esperan de Dios la bienaventuranza, sin embargo Dios les pide
paciencia pues es necesario que el tiempo llegue a su plenitud para darles la
recompensa a su mansedumbre; el sexto sello trae el día del Señor tan esperado
desatando el terror de los habitantes de la tierra ante el inminente juicio de
Dios, pues se saben culpables de la situación de la tierra.
Antes de la apertura del séptimo sello se
describe la escena que escuchamos, primero Dios marca a sus elegidos con su
sello en numero de ciento cuarenta y cuatro mil, una imagen que recuerda un
censo militar, pues son reclutados doce mil de cada una de las doce tribus de
Israel; pero como aconteció líneas atrás, cuando se pensaba que el poderoso
león de Judá sería quien abriría los sellos y resultó dignó el cordero degollado,
aquí también no es este ejercito quien se pone en la presencia de Dios, sino
frente a su trono, se eleva una multitud incalculable, de todos los pueblos y
razas, vestidos de túnicas blancas y con palmas de gloria en las manos. Juan
identifica a esta multitud con los que pasaron por la “gran tribulación” y
lavaron sus vestiduras en la sangre del Cordero. Es una visión muy bella, en
medio de las sombras desatadas por los males del mundo, surge este grupo que
nos hace imaginar un resplandor que disipa la oscuridad que el pecado ha hecho
surgir sobre la tierra. Una vez más se nos recuerda que no son los que el mundo
cree poderoso los que vencen, sino los pequeños de la tierra los que son
vencedores en Dios.
La imagen de la muchedumbre equiparada a la
Iglesia es una analogía que tiene en si misma una fuerza poderosa: cada uno de
los bautizados-evangelizados (los que han lavado su ropa en la sangre del
cordero) son la antítesis de los cuatro jinetes (los males de la tierra),
llevan en si la gracia del Cordero, porque han compartido su destino (murieron
por el bautismo al pecado) y claman y se comprometen como el en la búsqueda de
la paz, la reconciliación y la justicia, que han sobrevivido a la gran tribulación
(la vida con sus amenazas cotidianas) pues la han enfrentado con amor y
valentía; el triunfo de esta multitud desata la alabanza de la corte celestial
que estremece la tierra entera, pues el Pueblo de Dios ya no pertenece a una
realidad racial o étnica, sino que es una enorme familia de todas procedencias,
una hermandad universal en Dios.
De esta lectura podemos sacar una alegría muy
grande al pensarnos parte de esta multitud, somos la iglesia militante, no la
Iglesia militar, que lucha por erradicar el mal del mundo no por la violencia
sino por su adhesión a Jesús su Reino; la Iglesia triunfante, estos santos se
nos ponen no solo para ser contemplados como una señal de esperanza, sino ante
todo como modelo de actuación, su clamor de justicia se eleva como debiera
elevarse el nuestro, su fragilidad se robusteció como debe robustecerse la nuestra,
su triunfo es estimulo a buscar triunfar, a la par de que es también nuestro
triunfo, pues como dice el apóstol «Si un miembro es honrado, todo el cuerpo se
alegra en él» 1 Corintios 12, 26-27.
2. «Miren qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios,
pues ¡lo somos!» 1 Juan 3,1-3.
¿ De dónde nos viene la esperanza de
compartir esa gloria? El apóstol san Juan nos da la respuesta: en el amor de
Dios que nos hace sus hijos. Ha sido el amor, la experiencia filial de ese amor
divino, lo que impulsó a Jesús a vivir, actuar y ofrecer su vida en plena
disposición a la voluntad del Padre, en perfecta santidad; de Cristo, el Señor,
la santidad surge en la Iglesia, los cristianos buscan seguir los pasos de
Jesús en sus realidades personales.
A lo largo de los siglos, miles de hombres y
mujeres han seguido las huellas del maestro, de su experiencia amorosa filial
ha surgido la imperante necesidad de vivir de acuerdo a la voluntad de Dios:
fue el amor lo que impulsó a los santos apóstoles a ir a los últimos rincones
de la tierra a propagar el Evangelio; fue el amor el que dio a los santos mártires la fortaleza de dar el supremo
testimonio de fe ofrendando su sangre; fue el amor quien ha llevado a los
santos monjes, ermitaños, y vírgenes a retirarse en el silencio claustral para
buscar vivir solo para Dios; fue el amor lo que ha impulsado a los santos
misioneros a romper las fronteras geográficas y existenciales para ir en busca
de aquellos que pudieran abrir sus corazones al Evangelio; fue el amor lo que
arrastró a los santos religiosos y religiosas a predicar el mismo amor desde
los conventos, las misiones, las obras de caridad y los colegios; es el amor el
que ha impulsado a los santos pastores a dar la vida por las ovejas a imitación
del buen Pastor.
Pero entre todos los santos, resplandece la
figura de la inmaculada siempre virgen Santa María Madre de Dios, quien por
amor acogió en su vientre a la Palabra, la guardó y la meditó en su corazón, la
hizo germinar para sembrarla en el mundo y diera fruto; por amor permaneció de
pie junto a la cruz de su Hijo y Señor, amando ahí a todos los hombres sus
hermanos; el amor la impulsó a acompañar a la naciente Iglesia en oración
cuando el Hijo cumpliría su promesa al derramar su Espíritu sobre ella.
La santidad entonces parte no de un estado de
vida, todos podemos llegar a santos en cualquier contexto de vida, sino de una
experiencia de amor filial que nos hace sentir auténticamente hijos, no un
numero más en una multitud, sino alguien especial en medio de esa multitud,
alguien que hace la diferencia; esa experiencia es un don, es gratitud, por
ello nos hace sentir dichosos y nos compromete a hacernos bienaventurados, y es
que eso somos, la multitud de hijos bienaventurados que con su vida iluminan el
mundo.
3. «Bienaventurados…» Mateo 5, 1-12
¿En qué consiste esa bienaventuranza? Si nos
sentimos hijos podremos comprometernos a vivir como el Hijo. Mateo recoge una
serie de enseñanzas de Jesús en su evangelio, en lo que llamamos el sermón del
monte. Ahí, Jesús de cara a una multitud hambrienta de la Palabra de Dios, da
una serie de acciones para llegar a la bienaventuranza. Es contrastante como
Mateo identifica a Jesús con Moisés, concretamente en este pasaje como un nuevo
legislador, pues si Moisés en el Sinaí entregó al Pueblo el decálogo, Jesús
ahora entrega una nueva carta magna; el decálogo consta de tres afirmaciones
positivas (Amarás, Santificarás, Honrarás) y de siete proposiciones negativas
(no robaras, no matarás…); en contraste, Jesús presenta ocho afirmaciones
positivas, reafirmando más adelante que el primer mandamiento siempre será
vigente (Cfr. Mateo
22,34-40) y añadiendo una ultima en la que invita a sus seguidores a sentirse
bienaventurados cuando cumplir con las primeras los lleve a la tribulación,
Curiosamente, ninguna de
estas afirmaciones están en el orden de lo ritual o del culto, todas están
orientadas al crecimiento de la paz, concordia, justicia, fraternidad entre los
hombres; y no se trata de que Jesús desprecie el espíritu religioso del ser
humano, sino que propone que el culto ofrecido a Dios sea el amor que entre los
hombres se viva, partiendo desde el amor que los cristianos deben ejercer, expresado
en actitudes de misericordia; el mismo Jesús hacia el final del sermón del
monte dirá que con esta actitud los hombres que no han experimentado el amor de
Dios podrán encontrarlo en las buenas
obras de quienes si lo han experimentado (Cfr. Mateo 5, 14-16), haciendo de
esas obras buenas reflejo de nuestra santidad bautismal, no moneda de cambio
para ganarnos un lugar en el Reino, que ese ya nos lo ha dado Dios.
Así que la
bienaventuranza no es solo un estado celestial, sino una actitud de vida que se
comienza a experimentar desde ahora, es sentirse profundamente amado por Dios
en medio de una multitud de hermanos que nos aman y a quienes amamos, y con
quienes nos comprometemos a trabajar por construir el Reino de Dios desde
nuestras propias cualidades y circunstancias, convencidos de que la mayor
bienaventuranza es confiar plenamente en la misericordia divina; así, pasaremos
por la vida haciendo real y tangible la santidad, confiados en que al final de
nuestro camino cruzaremos el umbral de la casa del Padre, cargados de buenas
obras, con nuestra túnica blanca, lavada en la gracia de Jesús el Cordero, y
que ahí Dios Padre nos espera, con los brazos abiertos y nos hará sentar a su
mesa, no por nuestras obras buenas ni por la blancura de nuestra túnica,
simplemente nos sentará con Él, porque nos ama, y desea compartir con nosotros
una eternidad a nuestro lado.
Quisiera culminar con
unas bellas palabras del Papa Francisco que nos pueden ayudar a iluminar
nuestra reflexión: «Para ser santos no es necesario ser
obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos. Muchas veces tenemos la tentación
de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad
de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a
la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y
ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada
uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría
tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu
esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo
cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos.
¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a
seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y
renunciando a tus intereses personales.» Gaudete et exultate 14.
Feliz
Fiesta
Daniel
de la Divina Misericordia C.P.
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