Mucho se ha hablado sobre
qué pasa después de la muerte, a dónde vamos cuando nuestro cuerpo “deja de
funcionar”, si al encuentro con Dios o a una “antesala” a esperar el “día del
juicio final”. Éste último hay que entenderlo de una manera correcta, pues no
se trata solo de un juicio en el que vamos a ser condenados sin más. Si la
norma de todo cristiano es Jesús de Nazaret, y éste se la pasó haciendo el bien
y sanando a todos los oprimidos (Hch 10, 38), no puede ser posible que
Jesús, como ese Juez que ha de juzgar, condene a quienes vino a salvar.
Cuando Jesús se
encontraba con alguien que estaba en pecado, lejos de condenarlo, lo atraía
hacia sí para perdonarlo, liberarlo y devolverle la salud-salvación. Piénsese,
por ejemplo, en la pecadora pública de la que habla Lucas (7, 36-50) a quien se le perdonaron sus
pecados porque tenía mucho amor y una gran fe (Lc 7, 50). Incluso el mismo
Jesús dice que quien perdone las ofensas de aquellos quienes les han ofendido,
Dios hará lo mismo con sus faltas (Mt 6, 14-15).
Dos datos se asoman como
fundamentales de los anteriores ejemplos a propósito del tema del “juicio
final”. El primero, Jesús, el Juez universal, no está más pendiente de nuestros
pecados que de nuestra fue que nos mueve hacia él. Segundo, hay una relación
estrecha entre “juicio particular” y “juicio universal”, porque el primero
depende en gran medida del segundo, es decir, nuestros pecados personales se
descubren a la luz de lo hecho o no hecho con los otros (la comunidad). Recuérdese
que Jesús, en el juicio final de Mt 25, 31-46, dice que cuanto hicieron o no
hicieron a uno de los hermanos más pequeños, tampoco a lo hicieron con él.
Pero este juicio no ha de
entenderse como un acontecimiento del que seremos parte sólo para ser juzgados
como buenos o malos, sino para purificarnos precisamente de todo eso que no
hicimos con Jesús en la persona de los más necesitados. Este juicio, por tanto,
se presenta en una perspectiva de esperanza, donde sólo se hará una distinción
entre dos aspectos de un único acontecimiento: la purificación, tanto
particular como colectiva, de nuestros pecados.[1] La salvación es personal,
cierto; pero, como recuerda el papa Francisco, nadie se salva solo (FT 54).
Necesitamos de Dios para salvarnos en medio y con la comunidad.
El juicio final, en suma,
se trata de un reconocimiento propio delante de Dios y en medio de la comunidad.
Reconocimiento no para ser condenados, sino purificados por Dios. Las únicas
“condiciones”, eso sí, son tener un gran amor y una fe en Jesús inmensa. Si
tales son las cosas, «la fe en el juicio personal podría expresar una
esperanza: la esperanza en la liberación de una falta alienante de verdad y en
la purificación, y la esperanza de ver el buen resultado de la vida».[2]
De todo esto depende, en
palabras de los sinópticos, la entrada en el reino de Dios. Este acontecimiento
purificador llamado juicio, además de permitirnos ver el reino de Dios
convertido en realidad, nos permitirá encontrarnos directamente ante Cristo y
ver realmente que tan cerca o lejos estuvimos de él y con qué frecuencia
contribuimos a la construcción del reino de Dios en la tierra.[3]
Fraternalmente
Iván Ruiz Armenta
¡Paz y Bien!
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[1]
Cf. Franz -Josef Nocke, «Juicio»,
en Escatología, Herder, Barcelona 1984, 153.
[2]
Ibid., 157.
[3]
Cf. Idem.
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