19 noviembre 2020

Del silencio sufriente de la cruz al grito gozoso de la resurrección: un Dios-Padre que siempre nos acompaña


La situación de sufrimiento y muerte que ha causado el COVID-19 ha hecho que no pocos hijos   mueran en el silencio de la soledad que ocasiona el no oír por última vez la voz de sus padres. Quizá algunos mueran con la confianza de que ellos hicieron todo lo humanamente posible por salvarles la vida, pero con el sentimiento de que no lograron. Algunos padres, por su parte, se quedan con la sensación de que su hijo murió sintiéndose solo, aparentemente abandonado en el interior del hospital; no tienen la exactitud de si su hijo en sus últimos momentos se supo verdaderamente amado por ellos. Además, para quienes son creyentes sobreviene una pregunta crucial: ¿dónde está el Dios que Jesús nos dejó como Abbá? ¿por qué se queda sólo observando sin decir nada?


Me pregunto si la respuesta a esta situación puede ser contestada intentando rescatar alguna similitud con aquel momento en el que el Padre “veía silenciosamente” que su Hijo amado era traicionado, vendido, entregado, ajusticiado, flagelado, crucificado, muerto y sepultado. Y si se asemeja a cuando Jesús, sintiéndose humanamente abandonado por el silencio de su Abbá, grito en la cruz: «Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní?» (Mc 15, 34; cf. Sal 22, 2). Aunque podemos entender análogamente el sentimiento de abandono que experimentan quienes sufren a causa del COVID-19 con el aparente abandonado de Dios que experimentó el Hijo en su muerte en la cruz, no hay que olvidar que toda analogía es insuficiente a la hora de expresar completamente el meollo de su objeto.


En el caso específico del sufrimiento, hay que aclarar de inmediato que, aunque el Abbá sufre verdaderamente, no lo hace del mismo modo que los humanos. Nosotros sufrimos porque somos finitimos y tenemos deficiencias que tenemos que “soportar”. Incluso el sufrimiento nos puede ser infligido por otra persona. Pero el Padre no es finito y no tienen ninguna necesidad, por tanto, no hay algo o alguien que pueda causarle sufrimiento. Él, más bien, decide libremente sufrir con nosotros de manera activa y por la plenitud de su amor.[1] Aquí radica la gran diferencia entre el sufrimiento del Padre y el sufrimiento humano.


Aunque el “silencio de Dios” sea una sensación humana real -la cual es muy probable que experimentara Jesús en su humanidad-, interpretarla como el resultado de un “Dios que calla” encierra un equívoco teológico terrible. En realidad, el acento se pone en el lugar equivocado: se trata de descubrir la incapacidad de la creatura para escuchar al Padre y no de centrase en ese silencio aturdidor. Lo admirable y maravilloso está en cómo a pesar de tal silencio, el Abbá logra vencer, por la generosidad de su amor, la «diferencia ontológica» entre él y el hombre, y así comunicarse haciéndose presente en la vida y en la historia. De esta manera, el “silencio de Dios” se descubre como el malentendido que obscurece el hablar del Padre que está siempre viniendo a nosotros.[2]


No hay que olvidar tampoco que Jesús también gritó en la cruz «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23, 46; cf. Sal 31, 6). Lo admirable de este grito, es que Jesús, gracias a su experiencia del Abbá como amor, expresa su profunda confianza en éste. Lo cual permite ver que Jesús, a pesar de todo, confió en que su Abbá estaba con él. Aunque no lo bajó de la cruz, eso no significó ni abandono ni maldición. Esa era su verdad definitiva. De esta manera, el Padre se hace presente en la experiencia de Jesús de un modo nuevo y original. La muerte en cruz no significó un abandono por parte del Padre, sino el único modo posible de su presencia, no ya intervencionista y empíricamente victoriosa como se interpretaba en la primera Pascua, sino diferente: real, pero no intervencionista; amorosa, pero que no puede asegurar el triunfo dentro de la historia.[3] En este sentido, «la cruz se revela como el lugar de solidaridad divina con los ajusticiados y con las víctimas de las injusticias».[4]


Pero además no todo quedó ahí. Ese silencio de la cruz, entendido como el único modo posible de su presencia, se convirtió en un gran grito de vida al tercer día cuando resucitó a su Hijo, avalando definitivamente todo su proyecto y vida. En Jesús, la resurrección se tiene que reconocer como ya plena y presente; además de que ella aparece en toda su hondura como la respuesta definitiva de Dios. Esto nos permite sacar al menos dos consecuencias:



a. Primero, que la acción salvadora de Dios se revela como la máxima posible en las condiciones de la historia. La presencia del Abbá de Jesús es la que hoy nos permite estar seguros de que su grandeza es el amor, su poder consiste en ayudar y que de él solo puede venirnos la vida. Gracias a la superación de la angustia y el desconcierto de Jesús en la cruz, nosotros ya no podemos pensar en un dios que abandona, calla o se desentiende. Sino en un Abbá volcado con todas sus fuerzas y con todo su amor compasivo y liberador hacia nosotros.


b. En segundo lugar, se ilumina definitivamente lo que estaba ya presente en toda la historia, pero que no era bien reconocido: la muerte-resurrección de Jesús hizo posible romper los prejuicios con que el hombre tiende a cubrir la acción divina. Si Dios “no hace nada”, no es porque no quiera, sino porque en las condiciones de la historia no es posible, igual que no fue posible librar a Jesús de la cruz.[5]


En otras palabras, nuestro Abbá decide libremente sufrir con nosotros de manera activa y por la plenitud de su amor. Esto nos puede hacer entender que el amor sufriente del Padre en medio de la historia es el que lleva al mundo a la plenitud de una vida resucitada.[6] La cual desencadena una nueva y definitiva comprensión del modo de estar presente Dios Padre en nuestra historia.[7] Retomando la situación mortífera que ocasiona el COVID-19, no se ha entender la “no-acción” de Dios como un olvido o un silencio aturdidor. Sino que se ha de aprender a descubrir al Abbá que acompaña en el silencio como el único modo posible de su presencia real y amorosa desde el interior de su sufrimiento. Además de que el dolor de la muerte, por paradójico que parezca, nos invita a voltear a la resurrección como la máxima presencia del Padre en la historia.


En conclusión, la manera en cómo se revela completamente Dios es como un «Abbá-pasible» que acompaña activamente en el silencio a quien sufre como único modo posible de su presencia real que se ve potenciada en el grito gozoso de la invitación a una vida en clave de resurrección.


¡Paz y Bien!
Fraternalmente
Iván Ruiz Armenta


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[1] Cf. E. A. Johnson, La búsqueda del Dios vivo. Trazar las fronteras de la teología de Dios, PT 168, Sal Terrae, Maliaño 2008, 89. [2] Cf. A. T. Queiruga, Alguien así es el Dios en quien yo creo, Trotta, Madrid 2013, 16-17. [3] Ibidem., 80-81. [4] J. A. Estrada, Las muertes de Dios. Ateísmo y espiritualidad, Trotta, Madrid 2018, 101. [5] A. T. Queiruga, Alguien así… op. cit., 81-82. [6] E. A. Johnson, La búsqueda del Dios vivo… op. cit., 89. [7] A. T. Queiruga, Alguien así… op. cit., 81.

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