La situación de sufrimiento y muerte
que ha causado el COVID-19 ha hecho que no pocos hijos mueran en el silencio de la soledad que
ocasiona el no oír por última vez la voz de sus padres. Quizá algunos mueran
con la confianza de que ellos hicieron todo lo humanamente posible por salvarles la vida, pero con el sentimiento de que no lograron. Algunos padres, por su
parte, se quedan con la sensación de que su hijo murió sintiéndose solo,
aparentemente abandonado en el interior del hospital; no tienen la exactitud de
si su hijo en sus últimos momentos se supo verdaderamente amado por ellos.
Además, para quienes son creyentes sobreviene una pregunta crucial: ¿dónde está
el Dios que Jesús nos dejó como Abbá? ¿por qué se queda sólo observando
sin decir nada?
Me pregunto si la
respuesta a esta situación puede ser contestada intentando rescatar alguna
similitud con aquel momento en el que el Padre “veía silenciosamente” que su
Hijo amado era traicionado, vendido, entregado, ajusticiado, flagelado,
crucificado, muerto y sepultado. Y si se asemeja a cuando Jesús, sintiéndose humanamente
abandonado por el silencio de su Abbá, grito en la cruz: «Eloí, Eloí,
¿lemá sabactaní?» (Mc 15, 34; cf. Sal 22, 2). Aunque podemos
entender análogamente el sentimiento de abandono que experimentan quienes
sufren a causa del COVID-19 con el aparente abandonado de Dios que experimentó
el Hijo en su muerte en la cruz, no hay que olvidar que toda analogía es insuficiente
a la hora de expresar completamente el meollo de su objeto.
En el caso específico
del sufrimiento, hay que aclarar de inmediato que, aunque el Abbá sufre
verdaderamente, no lo hace del mismo modo que los humanos. Nosotros sufrimos
porque somos finitimos y tenemos deficiencias que tenemos que “soportar”. Incluso
el sufrimiento nos puede ser infligido por otra persona. Pero el Padre no es
finito y no tienen ninguna necesidad, por tanto, no hay algo o alguien que pueda
causarle sufrimiento. Él, más bien, decide libremente sufrir con nosotros de
manera activa y por la plenitud de su amor.[1] Aquí
radica la gran diferencia entre el sufrimiento del Padre y el sufrimiento
humano.
Aunque el “silencio de
Dios” sea una sensación humana real -la cual es muy probable que experimentara
Jesús en su humanidad-, interpretarla como el resultado de un “Dios que calla” encierra
un equívoco teológico terrible. En realidad, el acento se pone en el lugar
equivocado: se trata de descubrir la incapacidad de la creatura para escuchar al
Padre y no de centrase en ese silencio aturdidor. Lo admirable y maravilloso
está en cómo a pesar de tal silencio, el Abbá logra vencer, por la
generosidad de su amor, la «diferencia ontológica» entre él y el hombre, y así comunicarse
haciéndose presente en la vida y en la historia. De esta manera, el “silencio
de Dios” se descubre como el malentendido que obscurece el hablar del Padre que
está siempre viniendo a nosotros.[2]
No hay que olvidar
tampoco que Jesús también gritó en la cruz «Padre, en tus manos pongo mi
espíritu» (Lc 23, 46; cf. Sal 31, 6). Lo admirable de este grito, es que
Jesús, gracias a su experiencia del Abbá como amor, expresa su profunda confianza
en éste. Lo cual permite ver que Jesús, a pesar de todo, confió en que su Abbá
estaba con él. Aunque no lo bajó de la cruz, eso no significó ni abandono ni
maldición. Esa era su verdad definitiva. De esta manera, el Padre se hace
presente en la experiencia de Jesús de un modo nuevo y original. La muerte en
cruz no significó un abandono por parte del Padre, sino el único modo
posible de su presencia, no ya intervencionista y empíricamente victoriosa
como se interpretaba en la primera Pascua, sino diferente: real, pero no
intervencionista; amorosa, pero que no puede asegurar el triunfo dentro de la
historia.[3] En
este sentido, «la cruz se revela como el lugar de solidaridad divina con los
ajusticiados y con las víctimas de las injusticias».[4]
Pero además no todo
quedó ahí. Ese silencio de la cruz, entendido como el único modo posible de su presencia, se convirtió en un gran grito de vida al tercer día cuando resucitó a su Hijo,
avalando definitivamente todo su proyecto y vida. En Jesús, la resurrección se
tiene que reconocer como ya plena y presente; además de que ella aparece
en toda su hondura como la respuesta definitiva de Dios. Esto nos permite sacar
al menos dos consecuencias:
a. Primero, que la
acción salvadora de Dios se revela como la máxima posible en las
condiciones de la historia. La presencia del Abbá de Jesús es la que hoy
nos permite estar seguros de que su grandeza es el amor, su poder consiste en
ayudar y que de él solo puede venirnos la vida. Gracias a la superación de la
angustia y el desconcierto de Jesús en la cruz, nosotros ya no podemos pensar
en un dios que abandona, calla o se desentiende. Sino en un Abbá volcado
con todas sus fuerzas y con todo su amor compasivo y liberador hacia nosotros.
b. En segundo lugar, se
ilumina definitivamente lo que estaba ya presente en toda la historia, pero que
no era bien reconocido: la muerte-resurrección de Jesús hizo posible romper los
prejuicios con que el hombre tiende a cubrir la acción divina. Si Dios “no hace
nada”, no es porque no quiera, sino porque en las condiciones de la historia no
es posible, igual que no fue posible librar a Jesús de la cruz.[5]
En otras palabras, nuestro Abbá decide libremente sufrir con nosotros de manera activa y por la plenitud de su amor. Esto nos puede hacer entender que el amor sufriente del Padre en medio de la historia es el que lleva al mundo a la plenitud de una vida resucitada.[6] La cual desencadena una nueva y definitiva comprensión del modo de estar presente Dios Padre en nuestra historia.[7] Retomando la situación mortífera que ocasiona el COVID-19, no se ha entender la “no-acción” de Dios como un olvido o un silencio aturdidor. Sino que se ha de aprender a descubrir al Abbá que acompaña en el silencio como el único modo posible de su presencia real y amorosa desde el interior de su sufrimiento. Además de que el dolor de la muerte, por paradójico que parezca, nos invita a voltear a la resurrección como la máxima presencia del Padre en la historia.
En conclusión, la manera en cómo se revela completamente Dios es como un «Abbá-pasible» que acompaña activamente en el silencio a quien sufre como único modo posible de su presencia real que se ve potenciada en el grito gozoso de la invitación a una vida en clave de resurrección.
¡Paz y Bien!
Fraternalmente
Iván Ruiz Armenta
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[1] Cf. E. A. Johnson, La búsqueda del Dios vivo. Trazar las fronteras de la teología de Dios, PT 168, Sal Terrae, Maliaño 2008, 89. [2] Cf. A. T. Queiruga, Alguien así es el Dios en quien yo creo, Trotta, Madrid 2013, 16-17. [3] Ibidem., 80-81. [4] J. A. Estrada, Las muertes de Dios. Ateísmo y espiritualidad, Trotta, Madrid 2018, 101. [5] A. T. Queiruga, Alguien así… op. cit., 81-82. [6] E. A. Johnson, La búsqueda del Dios vivo… op. cit., 89. [7] A. T. Queiruga, Alguien así… op. cit., 81.
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