Nos encontramos en el penúltimo domingo del tiempo ordinario, el próximo domingo terminaremos nuestro año litúrgico con la solemnidad de Cristo Rey. En este domingo, la parábola que san Mateo nos presenta, sobre los talentos, está ubicada en la temática del fin de los tiempos. Mateo vuelve a resaltar: "el Señor tarda en llegar, pero su venida es cierta y segura". Y vendrá para recompensar al hombre de acuerdo a su obras.
Los talentos, nos dice el evangelista, son aquellos que el Señor dio a aquellos tres hombres, de acuerdo a sus capacidades. Y se fue. Mientras estos hombres, dos de ellos trabajaron esos talentos y ganaron más, el tercero lo enterró por miedo.
El Señor les dio la libertad, también como un talento. Los dos primero decidieron crecer, sin envidia, porque uno tenía más que el otro, no, no hay envidia. Se fueron a invertir y ganaron lo doble. El tercero presa quizá del miedo o de la pereza entierra su talento. El decidió no crecer, no arriesgarse, culpando al Señor de que es alguien que cosecha lo que no siembra. Casi siempre el perezoso o el cobarde le echará la culpa a los demás, es un pobre hombre que no quiso tener el talento para vivir.
Llega finalmente el Señor y los llama a cuentas, los dos primeros entregan lo doble de lo que recibieron, el tercero es arrojado lejos, entregó el talento intacto, no hizo nada con él, por tanto no es digno de entrar al banquete con su Señor y los demás.
En la vida cristiana, recibimos de parte de Dios, primero que nada la gracia de ser sus hijos, herederos de su reino. Recibimos el talento del amor y el de la libertad, un talento que implica amar a quien nos lo ha dado, amor a uno mismo, amor a los demás y amor a la creación. Ese es el talento que Dios nos ha dado, y una vez que nos lo ha dado se retira, nos deja en libertad, diría san Agustín: ama y haz lo que quieras. Dios nos ha dado el amor y la libertad para que hagamos con ese amor un profundo y abundante beneficio a todos. Dios ha sido como la primavera que ha sembrado semillas en nosotros, nos toca ser el verano que de fruto abundante a partir de esas semillas que Él ha sembrado en nosotros. Así lo entendieron aquellos dos primeros hombres. Así lo han entendido una innumerable muchedumbre de cristianos a lo largo de la historia. Solo un hombre tuvo miedo, y enterró el amor y la libertad.
¿Miedo a Dios? ¿Miedo al fracaso? ¿Miedo al qué dirán? ¿Miedo al compromiso? ¿Miedo al amor? Pobre hombre, su vida se basó en el miedo, y el miedo esclaviza, hunde, atrapa, encierra y mata. Quizá el único miedo que debemos tener los cristianos es el miedo a estar inmóviles, estáticos, sin ponernos en la dinámica del amor y de la libertad. Cada hombre, cada ser humano está dotado del amor, y desde el amor, se abre al Ser supremo, se descubre él mismo como colaborador de Dios en la creación, como custodio de su hermano, como cultivador de la obra de Dios. Los dones que cada hombre ha recibido son para amar, y el que ama hace el bien, y el bien se multiplica, da vida, esperanza, seguridad, alegría, felicidad.
Cristianos, nuestro único miedo debe ser el no quedarnos inmóviles, encerrados en muchos rezos sin hacer nada por no ofender a Dios. Hay que hacer mucho con lo que Dios nos ha dado, descubre tus dones, tus cualidades y tus virtudes, y corre, se libre, multiplícalas en la relación con los otros. Vive, ama, comparte, perdona, levántate de nuevo, desgástate en vivir con los demás, para que cuando llegue el Señor vea cuantas cosas buenas hiciste, cuanto creciste y con cuanto llegas a la presencia del Señor.
Bendecido domingo.
Fray Alonso OFM
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