El
viernes santo tiene mucho contenido para realizar reflexiones. Aquí quiero
hacer eco sólo de tres de las siete palabras que, según los evangelios, Jesús
dijo en la cruz.
Primera palabra
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»
(Lc 23, 34)
Aquel
hombre llamado Jesús de Nazaret que llevó hasta las últimas consecuencias la
misión que le encomendó el Padre: anunciar y practicar el reino de Dios, cuelga
ahora de un madero. Aquél que dijo que quien lo veía a él veía al Padre (Jn
14,9; 12,45), una vez más lo demuestra, aún clavado en la cruz, pues le dirige una
petición al Padre: que perdone a sus propios verdugos. Nos deja ver, así, a
aquel Dios que no quiere que el malvado muera, sino que cambie de conducta y
viva (Ez 18,23), recordándonos que Dios se revela en lo más puro e insondable
de su misterio: como amor y solo amor.
Quizá
esta idea de Dios «puro amor» sea muy contrastante con la realidad actual que
vivimos. Una realidad que lleva el nombre de COVID-19 y que representa una amenaza
directa y frontal a la vida humana. Amenaza que va desde no tener que comer a
causa de haberse quedado sin trabajo y, por tanto, sin ingresos, hasta aquellos
que lamentablemente han perdido la vida invadidos en su cuerpo de este virus.
Posiblemente
a causa de esta amenaza al género humano, a muchos de nosotros se nos ha
desfigurado la imagen de un «Dios-amor». Sin embargo, Jesús hoy nos recuerda precisamente
eso, que «Dios es amor» (1 Jn 4,8). Esta afirmación, más que una certeza,
parece una contradicción al ver a Jesús en la cruz y a Dios callar mientras sucede
esto. Pero más que contradicción, el Dios de Jesús, es un «Dios crucificado»,
que constituye una revolución y un escandalo que nos obliga a cuestionar todas
las ideas que los seres humanos nos hacemos de la divinidad. Porque,
aunque creamos que Dios ha callado y se ha ido, nos recuerda Jesús que Dios, nuestro
Abbá, no abandona a los suyos y que está siempre con ellos.
Cuando
Jesús pide perdón a su Padre por los que lo están crucificando, también pide perdón
por nosotros. No porque a causa de nuestros pecados haya venido la epidemia,
cosa totalmente absurda, pues Dios no actúa así. Pide perdón por nosotros sino
porque aún sin la pandemia, no hemos logrado aprender a valorar lo más preciado
que tenemos: nuestra vida y la vida de quienes más amamos. Es sólo de esto de
lo que pide perdón Jesús a su Padre por nosotros, pero al mismo tiempo nos pide
a nosotros: valoren su salud, su vida y la de quien más aman.
Tercera palabra
«Mujer, ahí tienes a tu hijo… hijo, ahí
tienes a tu madre»
(Jn 19,25-27)
Ha
pasado ya un tiempo Jesús en la cruz y su tercera palabra es otra muestra de
amor a los suyos. Cuando llegó la «hora de Jesús» (Jn 13-21), éste se quedó
solo pues todos los discípulos lo abandonaron y huyeron (Mc 14, 50; Mt 26,56). Sólo
dos discípulos seguían a Jesús, Simón Pedro y Juan (cf. Mt 18,15). El primero terminó
por negar a Jesús (Mt 26, 69-75; Mc 14, 66-72; Lc 22, 54-62; Jn 18, 17.25-27) y
Juan, quien se quedó al pie de la cruz junto con María, la madre del Nazareno
(Jn 19,25). Aquel amor con el que Jesús amó a los suyos hasta el extremo (Jn
13,1), sólo fue correspondido también de manera intensa por Juan.
Aquel
gesto amoroso de Juan fue muy bien compensado, pues estando el discípulo amado
con María a los pies clavados de Jesús, éste le entregó a María como Madre, y a
María le entrego a Juan como hijo. Y qué representa la relación madre-hijo, sino
aquel amor puro y sobrenatural que está dispuesto a todo. De esa magnitud es el
amor extremo con el que Jesús nos amó hasta el extremo (Jn 13,1) aun clavado en
la cruz. Porque algo es muy cierto, que de ese amor también somos participes
nosotros, ya que el discípulo amado nos representa a cada uno de nosotros, que también
queremos ser discípulos que amen hasta el extremo a ejemplo de Jesús.
Es
justo este amor expresado en María el que nos puede sacar de la situación
lamentable que vivimos hoy como humanidad, pues dejarnos a María como madre,
significa también tenerla como modelo de discípulo. Este discipulado modelo consiste
en tener una relación con cada una de las personas de la Trinidad, porque
María, en relación con Dios Padre, es una hija predilecta; en con
relación a Dios Hijo, es madre, educadora, discípula y compañera; y con
relación al Espíritu Santo, María está inundada de él.
Aceptar a
María como madre representa sentirnos impulsados a seguir su ejemplo y mantener
una relación similar a la suya con la Trinidad: nosotros también somos,
mediante el sacramento del bautismo, hijos de Dios en el Hijo, y no hay motivo
por el cuál no sentirnos también hijos predilectos. La relación con la Trinidad
a la que nos invita María nos pide, en definitiva, que seamos y nos comportemos
como hijos predilectos, hermanos siempre atentos de los otros, y personas
dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo. No echando en saco roto
aquellas palabras «hijo, ahí tienes a tu madre» (Jn 19,25-27)
y siguiendo el ejemplo de María, nuestra Madre, podremos salir adelante aun con
la situación pandémica que vivimos.
Quinta palabra
«Tengo sed»
(Jn 19, 28)
Jesús
sigue colgando del madero y a medida que pasan los minutos, el Hijo de Dios nos
muestra cada vez más su lado humano, pues, aunque él era de condición divina, no reivindico su derecho a ser
tratado igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo y tomó la condición
de esclavo, y apareciendo en su porte como hombre, pasando por uno de tantos (Flp
2,6.7). Desde ese aspecto puramente humano, es que Jesús grita «Tengo sed», y
nos recuerda aquel momento en que Jesús mismo le pide de beber a la Samaritana
(Jn 4,1-25).
Esta petición y reclamo de Jesús en
la cruz, nos recuerda el amor de Dios para todos los hombres, pues fue en ese
encuentro entre un judío perteneciente a Israel (Ex 6,7), el pueblo elegido por
Dios, y una mujer perteneciente al pueblo de Samaria, un pueblo que los judíos marginaban
y rechazaban (Jn 4,9), donde Jesús afirmó que había llegado la hora en que los
adoradores verdaderos adorarían al Padre en espíritu y en verdad (4,23), abriendo
la salvación para todo el género humano sin poner a un pueblo sobre otro. Porque
el desenlace de aquel pasaje fue que muchos samaritanos accedieron a la
salvación por haber creído en Jesús a causa de la mujer de Samaria.
Hoy, la petición de Jesús sigue
siendo la misma, que le demos de beber y que el nos recompensará con la
salvación. Darle de beber al Nazareno que cuelga del madero significa convertirnos
a él de todo corazón, beber del agua que se convierte en fuente de salvación y
adorarle en espíritu y en verdad. Estos días toca hacerlo desde nuestras casas,
desde la «Iglesia doméstica», desde ese lugar privilegiado donde nace y se
riega la fe de cada bautizado. Des ahí podemos adorar al Señor en espíritu y en
verdad, pidiéndole que nos dé del agua que acalla para siempre la sed.
Ahora pasamos por una sed que se
traduce en una crisis de vida humana. Una crisis que, como dijo el papa Francisco
en su reflexión de la bendición Urbi et Orbi (27 marzo 2020):
«nos
muestra “cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y
da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad” y pone al descubierto “todas
esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de
apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos
así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad”. Pero esta
tempestad también nos quita el “maquillaje” de los estereotipos con los que
disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar y deje al
descubierto “esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos
evadirnos; esa pertenencia de hermanos”».
A
esta sed que ha provocado una severa crisis humana, sólo podemos hacerle frente
si nos unimos como hermanos a saciar la sed de Jesús que grita «tengo sed»,
para que el sacie de una vez y para siempre cualquier tipo de sed que tengamos.
Paz y Bien
Iván Ruiz Armenta
Murad, A., «El dogma de María, Madre de Dios», en María, toda de Dios y tan humana, Dabar, México 2005, 105-115.
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