16 abril 2020

MI ALMA ESTÁ SEDIENTA DE TI, SEÑOR.



Tiempo antes de que el papa Francisco saliera a la plaza de San Pedro en el Vaticano, a dar la bendición extraordinaria Urbi et Orbi esa tarde del día 27 de marzo, ya un hermano de hábito me había alentado a reflexionar acerca del pasaje del evangelio de Marcos en donde se narra la desesperación de los discípulos al verse amenazados por una fuerte tempestad (cfr. Mc 4,35-41). Ellos experimentaron el miedo de sentirse solos y abandonados, al creer que su Maestro los había abandonado a su suerte, mientras él permanece dormido.

Hemos escuchado de boca del Papa Francisco tan provechosa reflexión acerca de este pasaje, porque frente a la situación que nos ha tocado vivir, o frente a muchas tantas otras que nos han sucedido en nuestra vida, ¿no ha surgido entre nosotros la misma sensación de abandono de parte de Dios?, ¿no le hemos incluso reprochado su poco interés hacia nosotros, sus elegidos?

El mencionado hermano de habito, intentaba ayudarme a entender que en el proceso de la vida, son inevitables ciertas situaciones que hacen que nos sintamos en esa “noche oscura” (San Juan de la Cruz), en un desierto  sintiendo la sequedad espiritual, tal como la experimentaron algunos santos a lo largo de la historia la han experimentado. Si bien es cierto que nuestra dimensión antropológica nos impulsa a abrirnos a la trascendencia, también es cierto que nuestra dimensión espiritual atraviesa en varias ocasiones por la duda, la incertidumbre y la decepción hacia un Todopoderoso. La verdad es que debemos entender nuestras experiencias de fe también desde nuestra propia dimensión humana, para desmitificar algunas imágenes falsas que nos hacemos de Dios; por ejemplo, esa imagen en la que él está únicamente para resolver los conflictos de la humanidad y los propios.

Frente a la crisis mundial por la que estamos atravesando, varias voces se han alzado para cuestionar la falta de fe en Dios. No faltará quien en nuestras comunidades frente al cierre de las iglesias y la abstención de algunos servicios litúrgicos por parte de los sacerdotes, se manifieste condenando la poca fe de los consagrados (si no es que ya lo han hecho). Y quizá esta situación pone en jaque a varios sacerdotes, consagrados y consagradas, y decenas de laicos, que han visto morir a las personas, que ven las necesidades materiales de otras tantas, y que aun estando convencidos de lo que son, se han preguntado ¿dónde estás, Señor? O quizá son los que se encuentran padeciendo por la pandemia, quienes en estos momentos sienten la ausencia de Dios. No han faltado las críticas de quienes prescinden de una creencia, al ver que el Dios en el que hemos puesto nuestra confianza ‹‹permanece callado››.

Nuestra vida de fe a lo largo de nuestro camino ha sido y será puesta a prueba, por los muy diversos motivos, y no porque en esto se complazca Dios, sino porque es parte de nuestro aprendizaje como discípulos del Señor. La misma situación la encontramos en los relatos de la Resurrección, cuando las mujeres, y en especial María, lloran por la ausencia física de su maestro (cfr. Jn 20,11). Él ha muerto, sienten su ausencia, pues ni siquiera saben dónde está el cuerpo de su Señor.

Por otro lado, dos de los discípulos de Jesús que caminaban hacia Emaús (cfr. Lc 24 13-35), lo hacen muy tristes y decepcionados, pues todas sus esperanzas han sido derribadas, la seguridad que encontraban en Jesús se les ha sido arrebatada con la muerte del Profeta Nazareno. En ambos casos se experimenta la ausencia de Jesús, del Maestro, del Mesías Hijo de Dios. No es sino hasta que María es llamada por su nombre, que logra reconocer la voz de su amado, esa voz que calma sus lágrimas de angustia por no saber en dónde está el cuerpo de sus Señor. Los discípulos de Emaús regresaron con la comunidad, llenos de alegría y fe, al reconocer la presencia de Jesús en su camino, del amor que les participó al partirles el pan. De la misma forma, el grupo de los Doce,  fueron convocados al lugar en donde inició todo, donde fueron elegidos, donde fueron llamados al seguimiento, a  Galilea.
Por tal motivo, es necesario tener nuevamente un encuentro vivo y personal con Jesús (cfr. Deus caritas est n.1), un encuentro donde nos hable al corazón, donde nosotros podamos hablar con él y pedirle que sea él, quien calme la tempestad de nuestra alma, que pueda regresar la paz a nuestra agitada vida. Nunca será tarde para regresar a ese lugar, a esa experiencia de encuentro con el Señor que cambió nuestra vida, la sequedad espiritual siempre será una oportunidad para fortalecer nuestra relación con el Maestro, para comprometernos con el proyecto del Reino, para apasionarnos cada vez más de la vida.

La pandemia mundial y varias circunstancias de nuestra existencia nos han llevado a sentir esta cruel ausencia de Dios, pero como lo ha recordado el Papa Francisco y como desde tiempo atrás me aconsejaba el ya mencionado hermano, solamente hay que despertar al Maestro para hablarle de nosotros, buscarle para expresarle nuestros miedos y angustias, pedirle que se detenga un momento y calme nuestra inquietante vida. Y el Señor escuchará, y el Señor hablará y el Señor actuará. Cuando más sintamos la sed de Dios, sepamos que somos dichosos, porque más amados seremos de él. Si nuestra alma esta sedienta de Dios, él la saciará, no con una simple llovizna, sino con abundante y provechosa agua, que únicamente puede brotar de su inmenso amor. Quizá tengamos que esperar, como el campesino espera pacientemente la lluvia. ¡Cuando menos lo esperemos, él actuará!

Fr. Federico Cedillo Cruz

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