Tiempo antes de que el papa
Francisco saliera a la plaza de San Pedro en el Vaticano, a dar la bendición extraordinaria Urbi et Orbi esa tarde del día 27
de marzo, ya un hermano de hábito me había alentado a reflexionar acerca del
pasaje del evangelio de Marcos en donde se narra la desesperación de los discípulos
al verse amenazados por una fuerte tempestad (cfr. Mc 4,35-41). Ellos
experimentaron el miedo de sentirse solos y abandonados, al creer que su
Maestro los había abandonado a su suerte, mientras él permanece dormido.
Hemos escuchado de boca del Papa
Francisco tan provechosa reflexión acerca de este pasaje, porque frente a la situación
que nos ha tocado vivir, o frente a muchas tantas otras que nos han sucedido en
nuestra vida, ¿no ha surgido entre nosotros la misma sensación de abandono de
parte de Dios?, ¿no le hemos incluso reprochado su poco interés hacia nosotros,
sus elegidos?
El mencionado hermano de habito,
intentaba ayudarme a entender que en el proceso de la vida, son inevitables
ciertas situaciones que hacen que nos sintamos en esa “noche oscura” (San Juan
de la Cruz), en un desierto sintiendo la
sequedad espiritual, tal como la experimentaron algunos santos a lo largo de la
historia la han experimentado. Si bien es cierto que nuestra dimensión antropológica
nos impulsa a abrirnos a la trascendencia, también es cierto que nuestra
dimensión espiritual atraviesa en varias ocasiones por la duda, la
incertidumbre y la decepción hacia un Todopoderoso. La verdad es que debemos
entender nuestras experiencias de fe también desde nuestra propia dimensión
humana, para desmitificar algunas imágenes falsas que nos hacemos de Dios; por
ejemplo, esa imagen en la que él está únicamente para resolver los conflictos
de la humanidad y los propios.
Frente a la crisis mundial por la
que estamos atravesando, varias voces se han alzado para cuestionar la falta de
fe en Dios. No faltará quien en nuestras comunidades frente al cierre de las
iglesias y la abstención de algunos servicios litúrgicos por parte de los
sacerdotes, se manifieste condenando la poca fe de los consagrados (si no es
que ya lo han hecho). Y quizá esta situación pone en jaque a varios sacerdotes,
consagrados y consagradas, y decenas de laicos, que han visto morir a las
personas, que ven las necesidades materiales de otras tantas, y que aun estando
convencidos de lo que son, se han preguntado ¿dónde estás, Señor? O quizá son
los que se encuentran padeciendo por la pandemia, quienes en estos momentos
sienten la ausencia de Dios. No han faltado las críticas de quienes prescinden
de una creencia, al ver que el Dios en el que hemos puesto nuestra confianza ‹‹permanece
callado››.
Nuestra vida de fe a lo largo de
nuestro camino ha sido y será puesta a prueba, por los muy diversos motivos, y
no porque en esto se complazca Dios, sino porque es parte de nuestro
aprendizaje como discípulos del Señor. La misma situación la encontramos en los
relatos de la Resurrección, cuando las mujeres, y en especial María, lloran por
la ausencia física de su maestro (cfr. Jn 20,11). Él ha muerto, sienten su
ausencia, pues ni siquiera saben dónde está el cuerpo de su Señor.
Por otro lado, dos de los discípulos
de Jesús que caminaban hacia Emaús (cfr. Lc 24 13-35), lo hacen muy tristes y decepcionados,
pues todas sus esperanzas han sido derribadas, la seguridad que encontraban en
Jesús se les ha sido arrebatada con la muerte del Profeta Nazareno. En ambos
casos se experimenta la ausencia de Jesús, del Maestro, del Mesías Hijo de
Dios. No es sino hasta que María es llamada por su nombre, que logra reconocer
la voz de su amado, esa voz que calma sus lágrimas de angustia por no saber en
dónde está el cuerpo de sus Señor. Los discípulos de Emaús regresaron con la
comunidad, llenos de alegría y fe, al reconocer la presencia de Jesús en su
camino, del amor que les participó al partirles el pan. De la misma forma, el
grupo de los Doce, fueron convocados al
lugar en donde inició todo, donde fueron elegidos, donde fueron llamados al
seguimiento, a Galilea.
Por tal motivo, es necesario
tener nuevamente un encuentro vivo y personal con Jesús (cfr.
Deus caritas est n.1), un encuentro
donde nos hable al corazón, donde nosotros podamos hablar con él y pedirle que sea
él, quien calme la tempestad de nuestra alma, que pueda regresar la paz a
nuestra agitada vida. Nunca será tarde para regresar a ese lugar, a esa experiencia
de encuentro con el Señor que cambió nuestra vida, la sequedad espiritual
siempre será una oportunidad para fortalecer nuestra relación con el Maestro,
para comprometernos con el proyecto del Reino, para apasionarnos cada vez más
de la vida.
La pandemia mundial y varias circunstancias
de nuestra existencia nos han llevado a sentir esta cruel ausencia de Dios,
pero como lo ha recordado el Papa Francisco y como desde tiempo atrás me
aconsejaba el ya mencionado hermano, solamente hay que despertar al Maestro
para hablarle de nosotros, buscarle para expresarle nuestros miedos y angustias,
pedirle que se detenga un momento y calme nuestra inquietante vida. Y el Señor
escuchará, y el Señor hablará y el Señor actuará. Cuando más sintamos la sed de
Dios, sepamos que somos dichosos, porque más amados seremos de él. Si nuestra
alma esta sedienta de Dios, él la saciará, no con una simple llovizna, sino con
abundante y provechosa agua, que únicamente puede brotar de su inmenso amor. Quizá
tengamos que esperar, como el campesino espera pacientemente la lluvia. ¡Cuando
menos lo esperemos, él actuará!
Fr. Federico Cedillo Cruz
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