Cierto día, en la
plenitud de los tiempos, cuando había expirado el tiempo de espera, Dios se
acercó a una Virgen totalmente pura llamada María para hacer posible su
proyecto: comunicarse por completo a sus hijos.
Hace poco más de dos milenios que la
humanidad fue testigo de uno de los acontecimientos más grandes de la historia:
el nacimiento de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios. Este acontecimiento se
convirtió en una de las fiestas más grandes del cristianismo, pues su difusión
fue rápida. A mediados del siglo IV va extendiéndose por el norte de África, Constantinopla,
España y Antioquía. Para el siglo V es una fiesta casi universal. Fue así
que quedó fijado el día 25 de diciembre como el día en que la Iglesia habría de
ponerse de manteles largos y celebrar gozosa este gran misterio de la fe, bajo la
fiesta litúrgica de Navidad.
La fiesta comienza la noche del 24 de diciembre,
cuando nos congregamos alegres como comunidad de fe para celebrar el nacimiento de nuestro Salvador. Pero
realmente ¿qué significa la navidad? Porque tal parece que nos encontramos en
la misma «situación idolátrica» en la que se hallaba Pablo en el Areópago (Hch
17, 22-34). No obstante, Pablo no se queda callado y comienza a predicar sobre el
«Dios desconocido» para que todos lo «conocieran» y creyeran en él.
Actitud semejante deberíamos tomar nosotros como
cristianos en la festividad de la Navidad, pues vivimos en un mundo donde
nuevamente Dios se «hace desconocido», ya que se le oculta detrás de tantos
ídolos que nos hemos creados y que responden a nombres como deportes, novelas,
vicios, aborto, capitalismo, neoliberalismo, globalización, muerte,
indiferencia; estamos, como dice el Papa Francisco, delante de la cultura del descarte.
Ante esta realidad, es imperativo recobrar el sentido genuino de la Navidad.
La Navidad significa recordar que el proyecto de Dios es
estar completamente unido a su creación más bella, el hombre, pues fue hecho a
su imagen y semejanza (Gn 1, 26). Esto proyecto vio su cúspide cuando «al
llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer,
nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que
recibiéramos la filiación adoptiva» (Gal 4, 4-5), y así mostrarnos su amor y
total predilección por el género humano.
El nacimiento del Hijo de Dios generó tal gozo que fue
experimentado desde los primeros momentos por los pastores que fueron en busca
del recién nacido, y ahora es también experimentado por
nosotros en este tiempo de Navidad. Porque este nacimiento devela uno de los
misterios más grandes de nuestra fe: la encarnación de Dios mismo, que no es otra cosa sino la unión plena de la divinidad con la humanidad.
Esto significa que ya no andamos el camino solos y que
si tropezamos tenemos quien nos levante, pues ahora también nosotros somos
hijos de Dios. La prueba más grande de esto es que «Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gal 4, 6). Esto
gozo de sabernos hijos de Dios en el Hijo, me hace tener la firme convicción de
que la vida humana es una constante navidad. Porque en ella se funden tres
grandes dones divinos con nuestra humanidad: la fe, la esperanza y la caridad,
con la finalidad de que podamos vivir desde nuestra fragilidad humana el
misterio de la «encarnación de Dios» y de la «divinización del hombre».
Nuestra vida humana nos debe llevar a encontrar a Dios,
no sólo en el empeño de divinización, sino también, y, sobre todo, de
humanización, a tal grado de fundirnos nosotros también con lo humano. Ese fue
el camino seguido por Dios, pues «mediante su encarnación en Jesús, Dios se ha
identificado y se ha fundido con lo más básicamente humano».
La Navidad, vista así, tiene el objetivo de recordarnos
que debemos luchar contra la brutal deshumanización que a todos nos deforma y
que amenaza con liquidar definitivamente todo sentido de humanidad en la sociedad.
Por eso vivimos en comunidad fraterna llamada εκκλησία -Iglesia-, para «cuidarnos
y amarnos más que como una Madre cuida y ama a un hijo carnal», así como san Francisco
de Asís pedía a sus frailes.
Viviendo verdaderamente en fraternidad nos hacemos humanos con dirección a la
divinidad en Dios.
Por lo tanto, si de verdad queremos celebrar la Navidad como auténticos hombres de fe, haciendo a un lado todos los ídolos que
quieren suplantar a Dios, debemos abrir el corazón y alegrarnos como aquellos
pastores, creando nosotros mismos la festividad de la fiesta, haciendo silencio
en nuestro corazón, preparando el alma y reconciliándonos con todos nuestros
hermanos. Sólo así la fiesta se deja saborear.
La verdadera Navidad es el nuevo comienzo que se
siente dentro del corazón, pero con la capacidad de salir de sí y contagiar a
los demás. Navidad es ver de nuevo a todos reunidos. Y aunque muchos desvían el
motivo verdadero de la Navidad rindiendo culto a sus ídolos, es deber nuestro recobrar
su sentido genuino, felicitando y agradeciendo por la vida al que nos hace sentir amados cada día más. Porque Navidad
es saber que sí valen la pena nuestros esfuerzos y desvelos para llegar a donde
queremos y soñamos: ser verdadera y plenamente seres humanos.
Paz y Bien.
Fraternalmente
Iván Ruiz Armenta
¡Paz y Bien!
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