07 diciembre 2020

La Solemnidad de la Inmaculada Concepción nos recuerda nuestra vocación universal a la santidad | Por: Iván Ruiz Armenta

 


La Iglesia católica insiste en que todos estamos llamados a la santidad, como nuestra vocación universal (Lumen Gentium 39-42). Ésta, sin embargo, no se obtiene de un día para otro. Se construye de poco en poco. San Pablo nos da muchos ánimos: «donde el pecado abundó, sobreabundó la gracia» (Rm 5, 20). Esto aplicable perfectamente a todo fiel que está en camino de santidad. Véase, por ejemplo, la biografía de algunos de los santos de nuestra devoción cristiana, en las que podemos leer que estos pasaron primero por una “vida pecaminosa” para después llegar a la santidad.

Esta “característica” que marca el camino a la santidad de algunos hombres no puede ser aplicada a María, la Madre del Verbo Encarnado. Ella, según afirmamos en nuestra fe católica, fue «la que permaneció siempre sin pecado, resguardada no solamente de la culpa original sino también de todo pecado personal y ello de manera absoluta y constante»[1].


Esta “creencia” pasó a ser formulada expresamente en el concilio de Trento en el año 1546 como fe expresa de la Iglesia, para más tarde, en 1854, ser definida dogmáticamente por Pío IX mediante su Bula Ineffabilis Deus: «la santísima Virgen María desde el primer instante de su concepción, por una gracia especial y por privilegio de Dios omnipotente, y en vista a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano, ha sido preservada inmune de toda mancha de pecado original»[2].

Dicha definición dogmática está precedida por la defensa «inmaculista» de Duns Escoto. Este fraile Franciscano sostenía que María, en el momento mismo de la concepción había sido preservada del pecado original (privación de la justicia original) con la finalidad de ser la Madre del Verbo. Así, el Doctor Mariano afirma que la unión hipostática del Verbo y la maternidad divina (que está ordenada a ella) son inseparables de la Inmaculada concepción de María[3].

La frase de Duns Escoto que quedó grabada en la conciencia eclesial como “Leyenda” reza así: «Dios podía crear a la Virgen en el estado de pureza original; era conveniente que fiera así; por lo tanto, lo hizo así (potuit, decuit, ergo fecit)». Sin embargo, reducir sólo a esta frase la realidad del dogma de la Inmaculada Concepción es reducir el dogma mismo.

A la Religión bendita 
de San Francisco debéis
el título que hoy tenéis
de Virgen Inmaculada,
pues os veis tan ensalzada 
por lo humilde del sayal:
Sois concebida, María,
sin pecado original.

Lo que se puede sacar de todo esto para la reflexión propia es que el dogma de la Inmaculada concepción de María nos invita a pensar en una nueva humanidad. Nosotros no fuimos preservados del llamado pecado original. Sin embargo, la doctrina oficial de la Iglesia afirma que «por el Bautismo, todos los pecados son perdonados, el pecado original y todos los pecados personales, así como todas las penas del pecado» (CEC 1263). Lo que significa que una vez bautizados estamos «en las mismas condiciones que María»: limpios de todo pecado.

Mediante el bautismo, todos los cristianos estamos llamados a formar parte de la nueva creación iniciada en la encarnación del Verbo, el cual, como Mediador perfecto, preservó a María desde su concepción, y nos «limpia» ahora a nosotros de todo «pecado» en la recepción de la Gracia santificante recibida en el bautismo. Por eso, también estamos llamados a ser parte de la «nueva creación» más humana al tiempo que divina.


¡Paz y Bien!
Fraternalmente
Iván Ruiz Armenta


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[1] K. Rahner, «La impecabilidad de María», en María, madre del Señor, Herder, Barcelona 2012.

[2] Bula Ineffabilis Deus, del 8-12-1854 (DH 2803)

[3] Para una mayor reflexión de la discusión teológica respecto a este tema se puede ver Alfonso Ponpei, «Juan Duns Escoto, Doctor sutil», en Manual de Teología franciscana, J. A. Merino y F. M. Fresneda (coords.), BAC, Madrid 2004, 294-311.

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