La Iglesia católica insiste en que
todos estamos llamados a la santidad, como nuestra vocación universal (Lumen
Gentium 39-42). Ésta, sin embargo, no se obtiene de un día para otro. Se
construye de poco en poco. San Pablo nos da muchos ánimos: «donde el pecado
abundó, sobreabundó la gracia» (Rm 5, 20). Esto aplicable perfectamente a todo
fiel que está en camino de santidad. Véase, por ejemplo, la biografía de
algunos de los santos de nuestra devoción cristiana, en las que podemos leer que
estos pasaron primero por una “vida pecaminosa” para después llegar a la
santidad.
Esta “característica” que marca el
camino a la santidad de algunos hombres no puede ser aplicada a María, la Madre
del Verbo Encarnado. Ella, según afirmamos en nuestra fe católica, fue «la que
permaneció siempre sin pecado, resguardada no solamente de la culpa original
sino también de todo pecado personal y ello de manera absoluta y constante»[1].
Esta “creencia” pasó a ser formulada
expresamente en el concilio de Trento en el año 1546 como fe expresa de la
Iglesia, para más tarde, en 1854, ser definida dogmáticamente por Pío IX mediante su Bula Ineffabilis Deus: «la santísima Virgen María desde el
primer instante de su concepción, por una gracia especial y por privilegio de
Dios omnipotente, y en vista a los méritos de Jesucristo, salvador del género
humano, ha sido preservada inmune de toda mancha de pecado original»[2].
Dicha definición dogmática está
precedida por la defensa «inmaculista» de Duns Escoto. Este fraile Franciscano sostenía que María, en
el momento mismo de la concepción había sido preservada del pecado original
(privación de la justicia original) con la finalidad de ser la Madre del Verbo.
Así, el Doctor Mariano afirma que la unión hipostática del Verbo y la
maternidad divina (que está ordenada a ella) son inseparables de la Inmaculada
concepción de María[3].
La frase de Duns Escoto que quedó grabada en la conciencia eclesial como “Leyenda” reza así: «Dios podía crear a la Virgen en el estado de pureza original; era conveniente que fiera así; por lo tanto, lo hizo así (potuit, decuit, ergo fecit)». Sin embargo, reducir sólo a esta frase la realidad del dogma de la Inmaculada Concepción es reducir el dogma mismo.
A la Religión benditade San Francisco debéisel título que hoy tenéisde Virgen Inmaculada,pues os veis tan ensalzadapor lo humilde del sayal:Sois concebida, María,sin pecado original.
Lo que se puede sacar de todo esto para
la reflexión propia es que el dogma de la Inmaculada concepción de María nos
invita a pensar en una nueva humanidad. Nosotros no fuimos preservados del
llamado pecado original. Sin embargo, la doctrina oficial de la Iglesia afirma
que «por el Bautismo, todos los pecados son
perdonados, el pecado original y todos los pecados personales, así
como todas las penas del pecado» (CEC 1263). Lo que significa que una vez
bautizados estamos «en las mismas condiciones que María»: limpios de todo
pecado.
Mediante el bautismo, todos los
cristianos estamos llamados a formar parte de la nueva creación iniciada en la
encarnación del Verbo, el cual, como Mediador perfecto, preservó a María desde
su concepción, y nos «limpia» ahora a nosotros de todo «pecado» en la recepción
de la Gracia santificante recibida en el bautismo. Por eso, también estamos
llamados a ser parte de la «nueva creación» más humana al tiempo que divina.
¡Paz y Bien!
Fraternalmente
Iván Ruiz Armenta
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[1] K. Rahner,
«La impecabilidad de María», en María, madre del Señor, Herder,
Barcelona 2012.
[2] Bula Ineffabilis
Deus, del 8-12-1854 (DH 2803)
[3] Para
una mayor reflexión de la discusión teológica respecto a este tema se puede ver
Alfonso Ponpei, «Juan Duns Escoto, Doctor sutil», en Manual de Teología
franciscana, J. A. Merino y F. M. Fresneda (coords.), BAC, Madrid 2004,
294-311.
Gracias fray, excelente reflexiones
ResponderEliminarSiempre es un gusto compartir la fe. Un fuerte abrazo!!!
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