Pocas cosas seguras tenemos los
seres humanos en la vida, una de ellas es que, como seres históricos y finitos,
tenemos un principio -cuando nacemos- y un fin -cuando morimos-. Esto, que
pertenece a la naturaleza humana, ha llevado a los hombres a preguntarse
durante muchos siglos por el sentido de la muerte. Las respuestas a esta
interrogante han sido variadas y diversas, según la cosmovisión propia de cada
cultura humana, filosofía o religión.
Según la
Escritura, «el ultimo enemigo en ser destruido será la Muerte» (1 Cor 15, 26)
cuando Cristo, después de haber destruido todo principado, autoridad y poder,
entregue a Dios Padre el reino (1 Cor 15, 24). Esta Muerte de la cual habla la
Escritura no es aquella “muerte natural” por la cual todos los hombres hemos de
pasar, sino aquella muerte que es causada por los principados, autoridades y
poderes de este mundo, que no hacen sino servirse a ellos mismos a costa de la
vida de los demás. Piénsese, por ejemplo, en la muerte de Jesús. No fue una
“muerte natural”. A él lo mataron por anunciar el reino de un Dios Abbá y
poner la vida humana por sobre la Ley: «los judíos perseguían a Jesús, porque
hacía estas cosas en sábado. Pero Jesús les replicó: "Mi Padre trabaja
hasta ahora y yo también trabajo". Por eso, los judíos trataban con mayor
empeño de matarlo, porque no solo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios
su propio Padre, haciéndose a sí igual a Dios» (Jn 5-16-18).
A Jesús no sólo
le “adelantaron” la muerte, sino que, buscando falsos testimonios (Mt 26, 59),
lo hicieron merecedor de un suplicio que sólo era destinado para los peores
adversarios del Imperio romano. A pesar de todo esto, Jesús le dio sentido a su
muerte, pues «toda la vida de Jesús fue un dar-se, un ser-para-los-demás; fue
un intento y una realización en su existencia de la superación de todos los
conflictos. En nombre del Reino de Dios, Jesús vivió su ser para-los-demás
hasta el final, incluso cuando la experiencia de la muerte (ausencia) de Dios
se le hizo sensible en la cruz casi hasta el límite de la desesperación. Pero
él confió y creyó hasta el final que, aun así, Dios le aceptaría. El sin
sentido aún tenía para él un secreto y último sentido».[1]
Este ultimo
sentido dejó de ser secreto en la resurrección. En efecto, la fe en la
resurrección invita a ver que la muerte está al servicio de la vida, pues la
continuación y plenificación de ésta, mediante la resurrección, sólo puede
asegurarse si el hombre, finito e histórico, cruza por el sombrío camino de la
muerte. Sólo desde esta perspectiva tiene sentido para los cristianos la muerte.
Pero no cualquier muerte, pues para los seguidores de Jesús siempre carecerán
de sentido las muertes que son causadas antes de tiempo por la pobreza, el
hambre, la guerra y la división, causadas por el solo beneficio de los que
ostentan cualquier principado, autoridad y poder.
La muerte es algo natural en el ser humano y, como tal, es presentada por la fe cristiana como un paso necesario para la plenitud de la misma vida humana que inauguro Dios cuando resucitó a Jesús. En la resurrección, por tanto, «reside el núcleo central de la fe cristiana. Debido al hecho de la resurrección, sabemos que la vida y el sinsentido de la muerte tienen un verdadero sentido que, con este acontecimiento, adquiere una claridad meridiana. Con la resurrección se abrió para nosotros una puerta al futuro absoluto, e hizo su entrada en el corazón humano una esperanza indestructible. Si en verdad Jesús resucitó, entonces nosotros le seguiremos, y reviviremos todos en Cristo (cf 1 Cor 15, 20-22)».[2] Y aunque lo cierto es que con la muerte el hombre llega al final de sus posibilidades históricas y terrenas, no significa que también se agote toda posibilidad de relación con Dios. Por el contrario, se inaugura una nueva y única forma de relacionarse con el Dios-Abbá de Jesús.[3]
¡Paz y Bien!
Fraternalmente
Iván Ruiz Armenta
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