La fe cristiana
nos invita a ver la historia de la salvación como un todo conjunto. El eje
transversal que la cruza es el «acontecimiento Jesucristo». El cuarto
evangelista entendió esto muy bien. Su relato inicia afirmando que desde el
principio de la creación el Verbo estaba con Dios y era Dios; todo se hizo por
él y sin él nada se hizo (cf. Jn 1, 1-5). Por su parte Pablo, hablando del
Cristo resucitado, afirma que Dios eligió a los suyos antes de la misma
fundación del mundo para vivir ante él. El proyecto que Dios se había propuesto
de antemano se verá realizado en la plenitud de los tiempos cuando todo tenga a
Cristo por cabeza (Ef 1, 4-10).
Nos encontramos,
pues, ante una «creación originaria» y una «creación final». La primera hace
referencia a la creación que nos narra el Génesis; la segunda a la que se verá
realizada en plenitud en la parusía del Señor. Según el primer libro de
nuestras Escrituras, todo lo que Dios creó lo hizo «bueno» (Gn 1,
4.10.12.18.21.25.31). Y si fue el Verbo quien hizo/dijo la creación buena en sí
misma, no es posible sostener que cuando el mismo Verbo encarnado y resucitado
sea cabeza de todas las cosas, la creación se presente como “mala”. Todo lo
contrario, lo que en el origen fue bueno, en el final será pleno.
Además de
todo esto, que la creación narrada en el Génesis sea «originaria» y «buena»
significa que ella es, a su vez, la fuente que inicia, motiva y da lugar a más
cosas buenas por el sólo hecho de ser obra de Dios. Esto nos invita a pensar en
un «proceso bueno continuo», es decir, que lo que nació siendo bueno, a pesar
de que puede corromperse por el pecado, ha de terminar siendo bueno. La misma
encarnación y resurrección corroboran esto. Con la primera, el Verbo de Dios
asumió la carnalidad humana con todo lo que eso significa; con la segunda, se
restituyó toda la bondad a lo que se había ya corrompido por el pecado y se
veía, en no pocos casos y contextos, como algo sólo negativo que alejaba de
Dios.
No se trata
de dos creaciones, sino de una, la cual verá su “final” en la plenitud de los
tiempos. Mientras tanto, estamos llamados a continuar con la tarea originaria
de la creación primera, es decir, a cultivar la tierra en la bondad. Ese fue el
mandato de Dios dado a los primeros seres humanos (Gn 1, 28). En el fondo, esta
es la idea soteriológica fundamental de la fe cristiana: todo puede ser
salvado.[1]
¡Paz y Bien!
Fraternalmente
Iván Ruiz Armenta
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[1] Cf. A. Gesché, L’homme. Dieu pour penser II, CERF, Paris
1993, 43-44.
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