II DOMINGO DE CUARESMA
«Este es mi Hijo
amado, escúchenlo»
Marcos 9,2-10.
Hace
un par de días, mientras viajaba en el transporte público, me percaté de una
situación peculiar. El teléfono de una persona de edad avanzada comenzó a
sonar, alguien la llamaba, así que se dispuso a sacar su dispositivo y
contestar, y cuando tuvo el auricular en su oído su expresión fue de
descontento, comenzó a mirar hacia todos lados y en su mirada se alcanzó a
divisar confusión; de pronto comenzó a decir: “es que no te escucho”, y eso era
más que obvio, pues entre la música del conductor, las platicas de los
pasajeros, el anuncio del vendedor ambulante y el ruido de los demás autos que
viajaban por la avenida, era para ella imposible escuchar a quien le llamaba
por teléfono; la mirada de aquella persona parecía sumirse en la desesperación,
y por un momento pensé que gritaría pidiendo que el mundo se callara, sin
embargo, se detuvo un instante, respiro profundo, tapó su otro oído con su
mano, y entonces la calma volvió a su rostro, sonrió, y dijo con calma a quien
se encontraba del otro lado del teléfono: “en cuanto baje del camión te llamo,
para escucharte mejor”.
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¿Cuántos
de nosotros en la vida no nos hemos sentido de la misma manera que aquella
persona? De cara al frenético ruido de la vida cotidiana a veces nos parece
imposible comprender lo que ocurre, escuchamos tantas voces: la familia, los
amigos, los compañeros de trabajo o escuela, los vecinos, las autoridades, los
políticos, los lideres religiosos…; escuchamos tantos mensajes: ideologías
deshumanizantes, discursos carentes de sentido y veracidad, acusaciones a
personajes sobresalientes…; tantas invitaciones: a consumir en forma desmedida,
a preocuparnos solo por nosotros mismos, a conseguir la vida fácil sin esfuerzo
alguno, a sumarnos a proyectos alienantes…; tantos ruidos que nos distraen y
nos hacen perder el rumbo y olvidarnos de lo que realmente es valioso e
importante.
Pero
esta situación no es nueva, les ha ocurrido a todos los seres humanos desde el
principio de la historia; ya la primera lectura (Génesis 22, 1-2. 9-13.15-18)
nos exponía la situación de Abraham, quien frente a la decisión de emprender el
camino para seguir el proyecto salvador de Dios tuvo que enfrentar un mundo
desconocido lleno de voces: burlas por seguir incondicionalmente a Dios,
invitaciones a la idolatría, incredulidad de su familia, ofertas de
establecimiento en una determinada tierra, sugerencias de abandonar el proyecto
de Dios… Lo mismo le ocurrió a Jesús, quien de cara a las aclamaciones de la
gente, los reproches de los dirigentes religiosos, las criticas de sus
opositores y el desconcierto de sus discípulos, también temió llegar a perder el
rumbo de su misión. Ambos hombres se enfrentaron al dilema: ¿Cómo escuchar a
Dios en medio de tanto ruido? Y como hombres de fe recurrieron al silencio,
porque esa es la clave para escuchar a Dios, hacer silencio interior, no callar
al mundo, sino callar la tormenta interior para escuchar la propia voz y la voz
divina.
El
caso de Abraham es dramático, Dios le pide en sacrificio a su Hijo único y
Abraham lo obedece incondicionalmente, sin oposiciones ni cuestionamientos,
solo guarda silencio y emprende el camino; y en el momento cumbre, cuando ya
estaba por culminar el sacrificio resuena la voz de Dios una vez más:
“detente”. El silencio obediente de Abraham es lo que obra el milagro de que
pueda escuchar a Dios, en un primer momento para disponerse a cumplir su
voluntad y con ello demostrarle su fidelidad; y en un segundo instante para
saber reconocer que Dios le pide cambiar la situación; entre ambos momentos hay
un espacio amplio de tiempo, en el que seguramente en el interior del patriarca
se desato una tormenta, porque, ¿qué padre de familia sacrifica a su hijo muy querido
sin tener sentimientos encontrados?, y sin embargo hace silencio, como la
persona de la historia con la que iniciábamos la reflexión, respiró y no dejó
que el ruido interno y externo le quitaran la paz, simplemente confió en la voz
del Señor; muy distinto hubiera sido el desenlace de la narración si Abraham se
hubiera sumido en sus ruidos internos, en su tristeza y dolor, simplemente no
hubiera podido escuchar la voz del Señor con la nueva invitación, ahora a
detener el sacrificio de su hijo y ofrendarle una vida de mayor fidelidad.
Con
Jesús la situación es similar, pues ante el ruido de los que lo rodean y de
cara a la decisión de subir a Jerusalén para hacer ahí la ofrenda de su vida
decide subir al monte para hacer silencio y encontrarse con Dios; y en este
encuentro no está solo, lo acompañan sus discípulos que son a la vez testigos
del momento, y lo acompañan también la rica tradición religiosa de su pueblo,
con quienes entabla conversación: Moisés y Elías, la ley y los profetas
contenidos en la Escritura, que le hablan y le descubren la voluntad del Padre,
dándole fuerza para enfrentar lo más duro de su misión. Y cuando Jesús acepta
esa invitación del Padre, cuando escucha su Palabra y la abraza, es cuando su
persona resplandece y el Padre lo presenta al mundo. “Éste es mi Hijo amado” y
en seguida nos da una orden: “ESCÚCHENLO”.
Escuchar,
es una invitación que nos hace Dios en este domingo, la cuaresma es un tiempo
propicio para hacer silencio y escuchar, a nuestra propia persona, a nuestros
hermanos y a Dios. Pero que difícil es hacer silencio para con nosotros mismos,
porque quizá tenemos miedo de escucharnos, nos puede costar mucho trabajo
guardar silencio, por eso cuando acudimos a la oración no dejamos de dar vuelta
a nuestros pensamientos, nos cuesta trabajo escucharnos porque nadie nos conoce
mejor que nosotros mismos y nos puede atemorizar reconocer las cosas buenas que
Dios ha sembrado en nuestro interior y los aspectos difíciles que estamos
llamados a cambiar, y entonces nos sumergimos en muchas cosas que nos adormecen
y hacen ruido: el celular, la televisión, las redes sociales, que nos alejan de
nuestra realidad personal y nos llevan al mundo de la apariencia, de lo irreal,
de la imagen, donde podemos ser una imagen falsa de nosotros mismos; es difícil
guardar sile ncio para escuchar a nuestros hermanos, porque muchas veces sus
situaciones nos interpelan y nos invitan al compromiso con ellos, y nos podemos
sentir atemorizados, paralizados, por no saber que decir o que hacer frente a
ellos, y mientras nos hablan somos incapaces de hacer silencio para
escucharlos, nos encontramos pensando que contestar, como aconsejar, cuando
muchas de las veces solo nos piden un poco de atención y comprensión, y al no
saber que decir o que hacer, simplemente nos alejamos, nos aislamos, nos
ponemos los auriculares y nos sumimos de nuevo en el ruido interior que crea una barrera para no tener nada que
hacer frente a los otros; y finalmente, nos da miedo escuchar a Dios, a su Hijo
Jesús, porque sus palabras nos recuerdan los valores fundamentales de la vida
que se contraponen con los antivalores de un mundo corrompido por el pecado,
porque su voz nos invita a superar nuestras situaciones difíciles a través del
esfuerzo solidario, y entonces decidimos acallar su voz por medio de slogans,
de spots publicitarios, de falsas promesas de una felicidad efímera que se
puede conseguir a través de una cómoda
complicidad con los antivalores que nos conducen a la muerte.
Y
dejamos que el ruido nos absorba, no nos atrevemos a entrar en el espacio
sagrado del silencio, y nos dejamos arrastrar por la confusión, el miedo y el
sufrimiento; pero aun cuando las
situaciones difíciles de la vida nos suman en la desesperación, la confusión o
el desconcierto debemos confiar como Abraham en que las promesas de Dios son
inmutables, que Él siempre nos acompaña, que aun abrumados por desgracias es
necesario confiar, porque si Dios está a nuestro favor nadie puede estar en
nuestra contra, como nos lo recordaba el apóstol en la segunda lectura (Romanos
8,31-34).
Guardar
silencio y escuchar, es una dinámica de la cuaresma que podemos vivir con la
seguridad de que nos ayudará a encontrarnos con el Hijo amado, presente en
Jesús y en nuestros hermanos, en quien
nos podremos sentir también nosotros hijos muy amados.
El
resto de la reflexión depende de ti.
Bendecida
semana.
Daniel
de la Divina Misericordia C.P.
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