Durante el siglo VI a.C., cuando Nabucodonosor,
rey de Babilonia, conquistó Jerusalén, algunos judíos fueron exiliados de
Jerusalén y llevados a Babilonia. En esta tierra ya no tenían un lugar de
encuentro con Yahvé y, por ello, toda su tradición socio-religiosa se veía
amenazada. Vivían una crisis que no es de extrañar que se extendiera hasta la
fe en Yahvé.
En medio de esta situación, los babilonios les
pidieron a los judíos que cantaran «un cantar de Sión». Los deportados, fieles
a su tradición orante, compusieron un cántico para fortalecer y reafirmar su fe
en Yahvé. Los primeros tres versículos del Salmo 137 ponen en contexto la
situación de los deportados; los siguientes tres son el testimonio de la
reafirmación de la fe de los judíos en tierras babilonias.
1A
orillas de los ríos de Babilonia,
estábamos sentados y llorábamos,
acordándonos de Sión;
2en los álamos de la orilla
teníamos colgadas nuestras cítaras.
3Allí
nos pidieron
cánticos nuestros deportadores,
nuestros raptores alegría:
«¡Cantad para nosotros
un cantar de Sión!»
4¿Cómo
podríamos cantar
un canto de Yahveh
en una tierra extraña?
5¡Si me olvido de ti, Jerusalén,
que se seque mi diestra!
6¡Mi
lengua se me pegue al paladar
si de ti no me acuerdo,
si no alzo a Jerusalén
al colmo de mi gozo!
El motivo para que los judíos deportados pensaran
que Yahvé los había abandonado no era menor: ¡se encontraban exiliados de la
tierra prometida dada por Dios mismo! Quizá muchos de nosotros estemos
atravesando por un sentimiento de abandono similar respecto de la presencia de
Dios en nuestra vida. Los motivos tampoco son menores ni pocos: la pandemia, la
pérdida de un ser amado o el alejamiento de la familia por seguridad sanitaria,
la situación económica cada vez más apremiante, la incertidumbre de un mañana
que no se sabe cómo se tornará, y un largo etc.
Todas estas realidades históricas, que dejan un
muy mal sabor de boca, amenazan con permanecer más tiempo del previsto y
querido. Algunos ya no saben ni que hacer. El agua les está llegando al cuello
y no encuentran un respiro.
Pero como hombres y mujeres de fe no podemos hacer
menos que unirnos al unísono y cantar nuestra fe firme y confiada en Dios: ¡Si
me olvido de ti, Dios mío, que se seque mi diestra! ¡Mi lengua se me pegue al
paladar si de ti no me acuerdo, si no hago de tu presencia el colmo de mi gozo!
Es momento de fortalecer aún más la confianza en que Dios mismo camina a
nuestro lado.
Que tristeza sería ver a un cristiano devastado
por creerse verdaderamente abandonado por Dios. Esa imagen no puede ser otra
que la de un creyente tibio (Ap 3, 16) que necesita orar sin cesar (1Tes 5, 15)
en espíritu y verdad (Jn 4, 23), para que como en Pentecostés (Hch 2) el
Espíritu Santo descienda y lo fortalezca. Aunque si lo pensamos bien y
concienzudamente caeremos en la cuenta de que todos necesitamos hacer lo mismo.
Sólo así podremos superar el bache en el que nos encontramos como humanidad. Hacer
esto significa entregarse completamente a Dios. Que nosotros seamos templo de
su Espíritu (1Cor 6, 19), para que él sea nuestros ojos, manos, pies y cabeza.
Sólo si abrimos verdaderamente nuestro corazón a
Dios vamos a poder experimentar su amor y cercanía a cada instante. Cuando no
logramos esto es porque estamos haciendo algo mal: no lo estamos buscando con
el corazón sincero y abierto.
Si en algún momento sientes desfallecer en la fe,
abre tu biblia, lee el salmo 137 y reafirma tu fe en Dios. Él vera la ofrenda
de tu corazón sincero que le presentas y te fortalecerá completamente. Recuerda
que Dios jamás abandona, porque es un Dios de la historia que camina hombro con
hombro al lado de su pueblo. Y así como liberó a nuestros hermanos judíos de
aquella situación de desasosiego, nos librará a nosotros de todos nuestros
miedos y temores. Así que qué esperas ¡CONFÍA PLENAMENTE EN DIOS!
¡Paz y Bien!
Fraternalmente
Iván Ruiz Armenta
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