III
DOMINGO DE CUARESMA
«Destruyan
este templo y en tres días lo reconstruiré»
Juan 2,13-25
Quienes hemos participado en la construcción de un edificio, o al menos
hemos sido testigos de ello, sabemos lo costoso que puede llegar a ser, y no me
refiero solo al aspecto material sino al esfuerzo al planear, al movilizar los
materiales, al soñar e imaginar el significado y la utilidad de aquel espacio,
de las expectativas que genera contar con él, pues un edificio, sea cual sea su uso: un hogar, un centro de trabajo o educación,
un espacio de culto o pastoral, no solo se construye de argamasa y ladrillos,
sino también de sueños y proyectos que le dan sentido, que le dan un valor
trascendente a dicho espacio, y sin los cuales lo material no vale mucho. Por
eso, destruir algún edificio suele ser doloroso, porque a la par de lo que
significa por el valor que se le dio al construirlo se suman los recuerdos de
lo vivido en él, los triunfos y fracasos, las risas y el llanto, la vida
acumulada en dicho lugar.
Dicho así, pensar en destruir un edificio parece una locura, sin
embargo cuando se llega a la decisión de empreder tal empresa es sin duda
porque se pretende la renovación de este o la suplantación por uno nuevo, que
cumpla con las necesidades actuales, que sea mas funcional, que se transforme
en un espacio en el que la vida pueda continuar con mayor calidad.
Estos sentimientos muy humanos se encuentran a la base de lo que
escuchamos hoy en el Evangelio; en un primer momento hay que recordar que Dios
establece su Templo en medio de Israel, para habitar con su pueblo y mostrarles
su amor y misericordia de Padre, pero con el paso del tiempo, la perversidad
del hombre fue desvirtuando el sentido de aquel espacio sagrado, convirtiéndolo
en un autentico mercado en el cual los ricos y poderosos podrían comprar la
bendición de Dios y donde los pobres eran condenados a la miseria de sus
pecados.
El gesto simbólico que nos narra san Juan, de Jesús encolerizado
expulsando a los mercaderes como signo de purificación del Templo, refleja muy
bien el sentimiento de Dios: es necesario deconstruir (desarmar) el Templo para
que Dios lo pueda reconstruir, y no se refiere a la estructura material, sino a
las actitudes en torno a él; los gestos y acciones de Jesús no hablan de un
odio o resentimiento contra las personas o la misma institución religiosa, sino
de un interés por restaurar el lugar de Dios.
Las palabras de Jesús no son bien recibidas, mucho menos comprendidas
por sus oyentes, pues aquello de destruir el Templo les parecía escandaloso y
doloroso, algo absurdo, por eso las descalifican y las rechazan.
En la vida nos puede pasar algo semejante: Dios tiene un proyecto para
nosotros, para nuestras instituciones sociales, religiosas, económicas, pero
desafortunadamente vamos desvirtuando su valor y su sentido por otros falsos
que respondan a nuestros intereses personales y egoístas y no a los de Dios, lo cual nos acarrea
sufrimiento, dolor y que nos conducen al sinsentido y a la muerte. Y en medio
de esta dinámica Jesús nos lanza una propuesta, o mejor dicho, un desafío:
deconstruyan, que yo reconstruiré.
Pero ¿Por qué deconstruir? ¿Qué caso tiene? Si así estamos bien, si
todo funciona bien, si vivimos acomodados y a gusto y deconstruir implica
esfuerzo, dolor, trabajo; parece una necedad, una locura, pero como dice el
apóstol en la primera lectura (1 Corintios 1,22-25) la locura y debilidad de
Dios son mas fuertes que la sabiduría y la fuerza humanas; cuando Dios nos pide
deconstruir algo no es porque quiera hacernos sufrir, sino porque pretende algo
mejor para nosotros; volviendo al ejemplo de la edificación del inicio de
nuestra reflexión: podemos tener un espacio limpio e iluminado, bien pintado y
decoroso, pero si la estructura está podrida y fracturada lo primero es solo
apariencia y tarde o temprano terminará por derrumbarse y aplastarnos, y Dios
nos quiere salvar de ese peligro.
La cuaresma es un tiempo propicio para la deconstrucción, su dinámica
es hermosa si lo pensamos de este modo, es un tiempo en el que nos purificamos
(como Jesús purifica al templo) a través de nuestras prácticas de penitencia, nos
purificamos de los apegos desordenados que nos alejan de Dios (como los
mercaderes del templo) aguardando el sagrado triduo pascual, donde esperamos
morir al pecado con Cristo y resucitar a
la vida de gracia, de amor, justicia, paz, en unión con Dios, para vivir el
tiempo pascual con una actitud renovada; dicho de otra manera, la cuaresma es
el tiempo de destruir nuestro edificio, para que Cristo en su Pasión construya
algo nuevo, y en la Pascua podamos vivir, tomar posesión y disfrutar de esa
novedad. Y este es el punto clave, nosotros deconstruimos, es Dios quien
construye algo nuevo, como el mismo Jesús lo expresa de su cuerpo: destruyan
este cuerpo en la Pasión, que yo lo reconstruiré en la resurrección; Dios no
empezará el proceso de renovación si nosotros no aceptamos primero su
invitación a deconstruir.
Pero ¿Qué debemos deconstruir? Hay muchas situaciones en la vida que
necesitan ser reconstruidas, por ejemplo: hay un modelo social que nos habla de
procesos fallidos, un edificio en el que abundan la pobreza, la violencia, la
marginación, donde cada día vivimos con mayor temor e inseguridad, ¿no será
tiempo de deconstruirlo? Quitar los ladrillos de la corrupción, del
acaparamiento de bienes, del clasismo, de la indiferencia, para dejar que Dios
construya una sociedad nueva con los valores del Evangelio: amor, justicia,
solidaridad, honestidad; vemos que en la vida eclesial hay modelos que ya no
son suficientes para hacer creíble el Evangelio, un edificio en el que las
formas parecieran importar más que las personas, que los Hijos de Dios, que
Dios mismo, donde las apariencias, las devociones personales, están por encima
del mismo Evangelio, ¿no será tiempo de deconstruirlo? Quitar los ladrillos del
personalismo, del ritualismo, del legalismo, del clericalismo, del moralismo
juzgante, para dejar que Dios construya una casa donde se pueda dialogar y escuchar,
donde todos sean recibidos sin prejuicios y señalamientos, donde impere la
misericordia, la acogida, la fraternidad; en la vida personal hay modelos de
vida que nos ofrecen comodidad, basados en el placer, en el tener, en el poder,
en las apariencias, pero que nos conducen al vacío y al sinsentido, modelos que
sumen a las personas en el miedo, la tristeza y la desesperacion, modelos que
producen depresión y muerte en vida, ¿no será tiempo de deconstruirlos? Quitar
los ladrillos del consumismo, del hedonismo, de la opresión, del oportunismo,
de los vicios, del aislamiento, del apego desordenado a personas, cosas o
situaciones, para dejar que Dios construya personas autenticas que puedan vivir
en el desprendimiento, en el amor, en el servicio, en la libertad, en la
esperanza, personas que sintiéndose profundamente amadas por Él puedan alcanzar
la santidad y sean testimonio de la presencia de Dios en medio del mundo. ¿Qué
otros espacios de la vida necesitan ser deconstruidos?
Estamos por llegar a la mitad de la cuaresma, es tiempo aun de ponernos
a trabajar en la deconstrucción de nuestros “templos” y preparar el terreno
para que Dios edifique algo nuevo; pero vayamos aun más lejos, la vida, nuestra
vida, debería ser una permanente cuaresma, una permanente deconstrucción,
derribar quizá un aspecto de nuestra vida que no vaya de acorde al proyecto de
Dios a la vez, para que cuando vivíamos nuestra muerte, podamos entrar en la
Pascua eterna, en la felicidad de los santos, para vivir resucitados con
Cristo; y aunque esto nos parezca un desafío enorme, con mucho esfuerzo y
trabajo, una locura y necedad, no hay que olvidar que Dios nos sostiene con su
gracia, con su Palabra de vida, que como cantábamos en el salmo es inmutable,
eterna, santa y para siempre estable (Salmo 18).
El resto de la reflexión depende de ti.
Bendecida
semana
Daniel
de la Divina Misericordia C.P.
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