XXXI DOMINGO DEL
TIEMPO ORDINARIO
«Que
el mayor entre ustedes sea su servidor»
Mateo 23, 1-12
El
domingo anterior la Palabra nos invitaba a revisar nuestra relación con el
amor, el eje que debe guiar nuestra vida según Dios; hoy la Palabra nos invita
a reflexionar en la fe y sus motivaciones.
Pareciera
que ningún ser humano actúa sin un interés de trasfondo, todas nuestras
acciones conllevan el interés de obtener un beneficio de forma explícita o
implícita, incluso los actos más nobles se ven con esta motivación. Y es que es
lógico que en el fondo haya algo que sea el motor para realizar alguna obra,
heroica o pequeña (a veces las más pequeñas resultan ser las más heroicas) pues
es lo que da el impulso necesario para llevarla a buen término. Sin embargo, la
intención de esta motivación es lo que nos puede ayudar a discernir su validez
de cara a la voluntad de Dios.
El
Evangelio de hoy nos invita a preguntarnos por la motivación de nuestra fe y de
los actos que de ella se desprenden, pues de ello dependerá nuestra felicidad.
Permitamos pues que la Palabra de vida ilumine nuestro corazón y sus más
profundos deseos.
1. «Ustedes
se han apartado del camino, han hecho tropezar a muchos en la ley» Malaquías 1,
14-2. 2,8-10
El
reproche que escuchamos en la primera lectura de parte de Dios contra los
sacerdotes parecería muy duro, sin embargo hay que entender que Dios, en su
condición de Padre, busca la conversión de estos para hacerlos regresar al
camino del bien, pues del buen desempeño que realicen el ejercicio de su
función sacerdotal dependerá el bien de la comunidad.
Desafortunadamente,
estos habían olvidado la motivación primaria de su ser y quehacer en medio de
la comunidad; si recuerdas domingos atrás, Jesús nos explicaba por medio de la
parábola de los dos hijos que la motivación primordial para emprender cualquier
obra buena en nombre de Dios es la de saberse hijos suyos. En el caso de los
sacerdotes de Israel ocurre lo mismo, el sentirse consagrados para Dios les
hizo despreciar su condición de hijos, usar las ricas vestiduras sacerdotales
les hizo sentirse especiales y diferentes a los demás hijos de Israel, su
posición los hizo sentirse privilegiados, lo cual tristemente los llevó a
sentirse superiores, olvidándose que Dios es el rey soberano de todo ellos se
constituyeron en maestros y señores de sus hermanos, aplicando la ley de forma
parcial, solo en beneficio suyo.
El
profeta culmina su oráculo con una serie de preguntas que bien podríamos
aplicarnos a nosotros mismos: «¿Acaso no tenemos todos un mismo Padre?¿No nos
ha creado un mismo Dios?¿Por qué pues, nos traicionamos entre hermanos,
profanando así la alianza de nuestros padres?» (Malaquías 2,10).
Esto
nos tendría que llevar a mirar nuestra realidad, y repensar aquellos puestos
que ocupamos y de los cuales nos hemos apropiado para hacernos tiranos de
nuestros hermanos. A nivel de la fe es doloroso ver como muchos clérigos,
religiosos y religiosas, agentes de pastoral, colaboradores y muchos cristianos
poco comprometidos usan de su posición para sentirse por encima de los demás;
así encontramos al sacerdote que no atiende a su comunidad por atender sus
“asuntos personales”, el religioso o la religiosa que pretenden siempre una
participación o un lugar especial “por ser consagrados”, los agentes de
pastoral clericalizados que se apropian de la comunidad y pretenden estar por
encima de la autoridad establecida, o los fieles poco comprometidos que cuando
aparecen por la Iglesia pretenden que todo se ajuste a sus ideas.
Pero
fuera de la fe ocurre lo mismo: profesionistas que olvidan su vocación y solo
trabajan por dinero, jefes que olvidan que sus empleados son personas y los
tratan como auténticos esclavos, comerciantes que elevan los costos o
compradores que no quieren pagar lo justo, servidores públicos que se
enriquecen a costa del erario publico o que ejercen el nepotismo, padres y
madres de familia que se adueñan de la vida de sus hijos y pretenden tomar
decisiones por ellos, y un largo etcétera.
En
el fondo está el olvidar el amor, como lo reflexionábamos la semana pasada. Por
ello Jesús advierte a sus discípulos que tengan cuidado: «A ningún hombre sobre
la tierra lo llamen “padre” porque el Padre de ustedes es solo el Padre
celestial» (Mateo 23,9); no se trata de llevar a lo literal la expresión, no es
una prohibición a usar la palabra con otro ser humano, con nuestro progenitor o
el sacerdote de la comunidad, es más bien una invitación a no dar el lugar del
Padre a ningún hombre en la tierra, a no darle sus funciones ni privilegios, lo
cual implica que nosotros nos apropiemos también del título, es una invitación
a no asumir que nuestra misión o vocación nos constituyen en “pequeños padres”
que pueden sobreponerse a los demás, es más bien una invitación a dejar de
pretender ocupar el lugar del Padre, para ocupar el lugar de los hijos.
2. «Tan
grande es nuestro afecto por ustedes, que hubiéramos querido entregarles, no
solamente el Evangelio de Dios, sino también nuestra propia vida»
Tesalonicenses 2,7-9.13.
En
contraposición a la actitud de los sacerdotes de Israel está la actitud de
Jesús y de sus discípulos. De nueva cuenta aparece el amor como motivación,
pues Jesús no escatimó nada para anunciarnos el Evangelio, e incluso ofrendo su
propia vida para sellar una alianza nueva y eterna entre el Padre y nosotros, para
hacernos hijos de Dios. Pablo, como nos dice en la segunda lectura, emula el
gesto de Jesús, ama tanto a la comunidad de Tesalónica que no escatima nada en
absoluto para darles su más preciado tesoro, el Evangelio.
Es
claro que Jesús y Pablo comparten el titulo de maestros, con todo lo que ello
implica; sin embargo, no se aferran a dicho título, al contrario, lo ofrendan
buscando una mejor comprensión de su misión, el mismo Jesús afirma que para él
ya no hay discípulo y maestro, ahora el se considera “amigo”(Cfr. Juan 15,15).
Y
es en esto en lo que radica la diferencia entre los sacerdotes de Israel y la
comunidad de Jesús, en que lo importante no es el titulo sino lo que ese titulo
es capaz de dar. En nuestro caso particular lo importante no es nuestro nombre
de cristianos, sino la fe que profesamos, pues, ¿serviría nuestro título sin la
fe? De forma análogo es lo que ocurre en el mundo civil, alguien puede ostentar
el título de médico pero si no lo ejerce difícilmente será reconocido como tal;
un maestro puede enseñar, pero si no lo hace con la habilidad suficiente
difícilmente provocará una impresión en sus alumnos lo suficientemente honda
como para que se le reconozca como tal. Ambos casos nos pueden remitir a la
motivación una vez más: un medico si solo busca el reconocimiento usará a sus
pacientes para crearse fama, un maestro que solo enseña por ganar dinero
difícilmente transmitirá conocimiento, ambos se quedarán solo en el ámbito de
lo superficial.
3.
«Todo lo hacen para que los vea la
gente» Mateo 23, 1-12.
¿Qué
nos motiva a practicar nuestra fe, a ser cristianos? Aquí tendríamos que ser
honestos y pensar si nos motiva el amor como a Jesús y su comunidad o la
autosatisfacción como a los sacerdotes de Israel. Y para ello debemos ser muy
honestos para ser congruentes, de lo contrario ocultaremos nuestra falta de fe
en las apariencias engañosas de la hipocresía.
Jesús
acusa a los escribas y fariseos de elaborar fardos muy pesados para los demás
que ellos no quieren mover; esto es por demás claro en la vida cotidiana:
exigimos honestidad al gobierno, pero nosotros practicamos la corrupción;
suplicamos por la paz, pero promovemos la violencia; exigimos a los que nos
rodean una pureza de costumbres, pero nosotros llevamos una vida oculta. En el
fondo, encontramos nuevamente que la falta de amor a los demás es lo que
provoca que tengamos estas actitudes.
Pero
es cierto que también elaboramos pesados fardos para nosotros mismos,
imposibles de llevar: pretendemos la perfección de nuestra vida y ocultamos
bajo el velo de las apariencias los problemas familiares, emocionales,
económicos por los que atravesamos; pretendiendo una posición social elevada
ocultamos nuestra pobreza bajo el velo del consumismo; para llenar nuestros
vacíos afectivos nos refugiamos en el hedonismo; para ocultar nuestra pobreza
de humanidad recurrimos al descarte y la exclusión. Y en el fondo, encontramos
nuevamente que la falta de amor por nosotros mismos es lo que provoca estas
actitudes.
Y
recordando la reflexión del domingo anterior, sin el amor a nosotros y al
prójimo es imposible el amor a Dios, al que de paso también le cargamos fardos
inmensos: castigador, vengador, milagrero, inmisericorde… fardos insoportables
para nosotros mismos.
Nos
ponemos muchos títulos y se nos olvida que el Señor nos pidió solo asumirnos
como hijos, nos cargamos de fardos pesados olvidando que el mismo Señor nos
invito a caminar sin manto ni alforja, solo a confiar en el amor providente del
Padre, a vivir solo de la fe.
Es
pues la fe, una autentica fe, la que nos tendría que llevar a actuar, una fe
motivada por el amor, solo por el amor, una fe que alumbre como una lampara las
tinieblas de este mundo, una lampara que arde con el aceite de la fe y que
alumbra con obras de amor, una lampara que arde por horas, en paciente espera
aun cuando parezca que no hay nada que esperar. Pero de eso hablaremos el
siguiente domingo.
El resto de la reflexión
depende de ti.
Bendecida Semana.
Daniel de la Divina Misericordia C.P.
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