DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO
«Estén preparados, porque no saben ni el día ni la
hora» Mateo: 25, 1-13
Los domingos anteriores hemos meditado por medio de la
Palabra de Dios sobre dos valores muy importantes: el amor y la fe, que vividos
de manera sincera nos llevan al encuentro con Dios y con los hermanos. El día
de hoy meditaremos sobre un tercer valor, el de la esperanza.
Pareciera que vivimos inmersos en la cultura de la
inmediatez, pues las facilidades que nos brinda el mundo actual nos hacen
pensar que todo está al alcance de nuestra mano, pues basta enviar un mensaje
de texto para contactar a alguien, hacer un pedido por medio de una aplicación
digital y podremos comer nuestra comida favorita, tomar un sencillo medio de
transporte para en unas horas estar al otro lado del mundo; atrás quedaron los
tiempos en que una carta tardaba semanas en llegar a su destino y unas cuantas
más para tener respuesta de ella, atrás quedaron los viajes de semanas para
llegar a un punto determinado, y con ello pareciera que quedaron olvidadas la
paciencia, el saber esperar.
Podríamos preguntarnos ¿Cuándo todo lo tenemos al
alcance de la mano realmente vale la pena esperar? Dejemos que la Palabra de vida nos de la
respuesta.
1. « Salieron al
encuentro del esposo.»
La parábola que nos narra Jesús se abre con la presentación de los personajes: las
diez doncellas y el esposo. Por un lado están las doncellas que esperan, en
ellas podemos ver representada a la humanidad que espera la revelación de Dios,
o a la Iglesia que aguarda el regreso del señor; por su parte el esposo es por
antonomasia la figura de Jesús, que como nos lo ha prometido regresará para
tomarnos consigo, como asegura Pablo en la segunda lectura (Tesalonicenses 4,13-17), para que estemos siempre con
él. Fijémonos con atención en estos personajes.
Las
doncellas son diez, y el evangelista nos describe un rasgo importante, la
presencia o la carencia de la previsión, esto es lo que diferencia unas de
otras. Prever es una actitud positiva, pues refleja atención y expectativa,
atención en tener todo lo suficientemente preparado para realizar una acción,
ver los detalles más insignificantes, para que todo este bien y evitar las
sorpresas desagradables, expectativa por su parte es poder tener la capacidad
de estar abiertos a un futuro inmediato, estar alerta para recibirlo, implica
saber interpretar los acontecimientos para adelantarse a las consecuencias y
evitar daños; la ausencia de esta actitud nos habla de desinterés y
distracción, cuando algo no nos interesa y lo realizamos por compromiso sin
duda dejaremos todo a la improvisación, y es reflejo además de una pereza
mental que no quiere pensar, quedarse solo en lo superficial y hacer solo lo
absolutamente necesario, se conforma con lo inmediato, no sueña, ni espera algo
más.
Ciertamente
podríamos pensar que la falta de previsión no hace daño a nadie, no provoca el
mal. Sin embargo es un factor que impide hacer el bien, lo cual si provoca
daño, al omitir hacer algo positivo. Esta actitud reflejada en la humanidad nos
deja ver los rostros de tantos hombres y mujeres que han pasado por la vida en
el anonimato, dejando este mundo tal y como lo encontraron, sin dejar huella,
viviendo solo por vivir; y como consecuencia, el desinterés refleja rostros de
hombres y mujeres que mueren en la oscuridad porque aquellos no han querido
iluminarlos con la luz de su vida. En contraparte hay centenas de seres humanos
que dejan huella en la historia y en los corazones gracias a que se han
determinado a no dejar el mundo tal y como lo encontraron, a hacer aunque sea
una mínima diferencia, porque en sus corazones brilla la luz de la esperanza de
pensar que la vida y el mundo pueden ser mejores; y como consecuencia, pasan
por la vida iluminando con la luz de sus vidas, contagiando su esperanza a centenas
de hombres y mujeres que resucitan a una vida nueva gracias a su labor.
Si
estas realidades están presente en la humanidad, también la podemos
encontrarlas al interior de la Iglesia, y es precisamente de lo que el
evangelista quiere prevenir a la comunidad cristiana: la Iglesia no puede pasar
por el mundo sumida en el anonimato, tiene que ser un faro de esperanza, una
lampara que arda para que los demás encuentren su camino.
Pero
si el evangelista señala las diferencias en el grupo de doncellas también
señala lo que tienen en común: todas salen al encuentro del esposo. Esto
refleja el deseo nato de la humanidad por encontrar a Dios, la necesidad
imperante de buscar al que es la causa de su vida y de su alegría, aun cuando
no pueda acertar a actuar adecuadamente. Esto nos debe recordar la imperante
necesidad de vivir en constante previsión, y no quedarnos encerrados en
nuestras seguridades, deben dejarnos guiar por el sentido de esperanza que
habita en nuestros corazones.
Otra
coincidencia es que todas se dejan vencer por el sueño, todas caen rendidas
ante el natural cansancio de la jornada; si la humanidad comparte el aspecto
positivo de la esperanza, comparte también el aspecto negativo del desaliento
natural ante las dificultades, todas despiertan ante el grito de alerta, unas
para poner en practica lo que la previsión les hizo preparar, otras para
sumirse en la angustia y la desesperación por su falta de precaución.
Por
su parte, la figura del esposa pareciera más parca y borrosa, aparece en medio
de la obscuridad de la noche, sin alertar de su cercanía, solo avisando de su
presencia cuando esta ya está en la entrada, solo para entrar y cerrar la
puerta, no se nos dice de donde viene, ni el motivo de su ausencia, solo se nos
remarca su llegada y su presencia. Cristo el Señor es el esposo, que aparece
así, de improviso, en medio de las oscuridades de la noche provocadas por el
pecado de la humanidad, no avisa de su cercanía, simplemente se hace presente,
y hay que tener los ojos bien abiertos y los oídos atentos para reconocerlo y
apresurarnos a entrar en su morada, y no privarnos de su presencia.
2. « Denos un poco
de su aceite, que se apagan nuestras lámparas.»
El nudo de la historia de la parábola provoca tensión,
pues nos hace preguntarnos el porque aquellas previsoras no han querido
compartir su aceite y evitar así que sus lámparas se apagaran. A primera vista
parecería un acto muy egoísta de su parte, como quien no siente el mínimo
afecto e interés por remediar el mal del otro, y más chocante nos parecerá si
lo vemos desde la óptica cristiana que urge al amor del prójimo,
particularmente al más necesitado. Pero si lo pensamos con detenimiento, las
previsoras no provocan ningún mal, seguramente ambas tuvieron acceso a las
mismas oportunidades, al poder tomar un poco más de aceite de reserva, la
diferencia está en la decisión fallida de no haberlo tomado. Y sin embargo las
previsoras no se dejan vencer, señalan hacia la tienda donde pueden adquirir,
donde seguramente ellas adquirieron, su propio aceite. Prevén un mal mayor, que
ambas se queden sin aceite, que aquellas sigan pensando que en la vida todo es
tan sencillo como no prever y esperar a que los demás les resuelvan los
problemas.
Quisiera ilustrarte esto con una breve historia: hace
algunos años me abordó una madre de familia agobiada por una necesidad,
buscando un poco de comprensión al ser escuchada; atravesaba por una crisis,
pues el hijo mayor de su familia le había comunicado su decisión de abandonar
la casa familiar para emprender su propio camino; al principio pensé que sería
quizá un muchacho, pero al avanzar la plática descubrí que ya eran un joven que
pasaba de los veinticinco años, con un trabajo estable y con patrimonio escaso
pero seguro.
¿Dónde radicaba entonces la preocupación de la madre?
Ella dio la respuesta: él no sabe lavar ni planchar por lo cual echará a perder
su ropa, de cocinar ni hablemos porque terminará quemando hasta el agua, no
sabe como se pagan las cuentas y seguramente le corten el agua y la luz, si se
enferma no tendrá quien lo cuide, le costará despertarse por las mañanas y no
habrá quien le prepare su lunch para comer en el trabajo, en pocas palabras, el
necesitaría aun de su madre. Entendí de inmediato que en realidad el problema
no estaba en que el hijo necesitaría de la madre, sino en el riesgo que para
ella implicaba que él dejara de depender de ella, perdiendo así su lugar de
importancia en la vida.
Entonces me atreví a preguntar: ¿Dónde aprendió usted
a lavar, planchar, cocinar, pagar, las cuentas, despertarse a tiempo y curar
sus enfermedades? Ella respondió: ¡La vida hermano, la experiencia me lo ha
enseñado todo! Y no tuve que decir más, la mujer sola descubrió que tendría que
dejar que su hijo quemara un par de camisas para aprender a planchar, comer dos
o tres veces la sopa quemada o salada para aprender a cocinar, sumar unos
cuantos retardos para hacerse el hábito de levantarse a la hora, y pasar unas
cuantas jornadas de hambre para aprender a levantarse más temprano para
prepararse el lunch, en pocas palabras, dejar que la experiencia de la vida,
con todas sus dificultades, le ayudase a crecer aun más a él, y a ella le diera
la oportunidad de esperar, de confiar, en que su hijo sabría salir adelante, y
que a ella, como las doncellas prudentes, solo le correspondía señalar la
tienda donde él podría adquirir su aceite.
A veces pensamos que lo mejor es evitar que los demás
pasen por las malas experiencias de la vida, que lo mejor es resolverles los
problemas, “para que no pasen lo que yo pasé”, y sin embargo a veces es
necesario para que aprendan una lección; si lo pensamos bien, entre las obras
de misericordia encontramos muchas de asistencialismo: dar de comer, dar de beber,
vestir, hospedar, pero también encontramos que enseñar, aconsejar y reprender
también lo son; todo depende de que aprendamos a enseñar a los demás a esperar,
y nosotros esperar que ellos puedan obtener su propio aceite, en la tienda de
la vida, lo cual es también un acto de amor y de misericordia.
3. « Las que estaban
preparadas entraron con Él al banquete [...] les aseguro que no las conozco»
La parábola se cierra con un cuadro trágico: mientras
las previsoras disfrutan en el banquete de la presencia del esposo, las
negligentes golpean con desesperación la puerta. Es curiosos que el evangelista
no mencione si tuvieron oportunidad de llenar de nuevo sus lámparas,
simplemente se encontraron con la puerta cerrada.
Aquí entra el condicionamiento del tiempo, nadie sabe
ni el día ni la hora de la llegada del Señor Jesús, sea en la parusía, sea en
el momento de la propia muerte, nadie sabe la extensión de su vida; puede ser
que a lo largo de ella hemos llenado del aceite precioso de la experiencia
nuestra lampara, hasta llenarnos de sabiduría que nos hace estar alerta como
decía la primera lectura (Sabiduría 6, 12-16), porque no sabremos si el tiempo
que perdimos dormidos en nuestra indecisión o pereza podrá recuperarse y nos
alcanzará para llenar nuestras lámparas; por ello la parábola termina con la
invitación a estar atentos, a tener esperanza.
Nuestra vida debe entonces afianzarse en la esperanza,
en esa actitud que nos hace aprovechar las obscuridades de la noche para hacer
relumbrar más nuestras lámparas que se alimentan de la fe y del amor; la
esperanza no es una simple actitud resiliente, como la de una roca que resiste
los embates del tiempo y el clima, como quien solo pretende sobrevivir o evitar
un castigo; la esperanza es una actitud activa, que va llenando de aceite la
lampara, porque está expectante a que sus anhelos más profundos sean colmados,
que el esposo le haga entrar a su banquete para estar con Él.
El esposo está por llegar, la noche se cierne sobre
nosotros, y probablemente el sueño nos haga caer, ¿estas preparado para la
espera?
El
resto de la reflexión depende de ti.
Bendecida
semana.
Daniel
de la Divina Misericordia C.P.
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