«Envía, Señor, tu Espíritu, a renovar la tierra» Cfr. Salmo responsorial (Salmo 103)
¡Hoy
concluyen las Fiestas Pascuales! Hace cincuenta días recibíamos el anuncio
gozoso de la resurrección del Señor, hoy recibimos alegres la iluminación del
Espíritu Santo.
Al celebrar
la Solemnidad de Pentecostés debemos tener presente que no estamos celebrando
un acontecimiento histórico, como si de una efeméride más inscrita en nuestro
calendario, sino ante todo un misterio: Dios que derrama su Espíritu para hacer
una nueva creación del mundo por medio de Cristo a través de su Iglesia.
Dice San
Agustín de Hipona en su tratado De Trinitate, que el misterio del Dios
uno y trino se hace presente de una forma perfecta: el Padre que es el amante,
es decir, quien ama sin medida a todos (Cfr. De Trinitate 6, 5, 7); el Hijo, que es el amado, aquel
en quien el Padre se recrea y por quien ha llamado a la existencia todas las
cosas; y el Espíritu Santo es el amor, es la fuerza que mantiene en la unidad a
las tres divinas personas, es su actividad, pues no hacen si no amar y es la
energía vital que los lleva a actuar. Nada hay en Dios que no sea amor, nada
hay que no haga por amor, nada hay en Dios que no conduzca al amor.
Por ello,
celebrar esta fiesta como un acontecimiento histórico sería insuficiente y
hasta anacrónico, pues no es que el Espíritu de Dios se manifestara por primera
vez en Pentecostés, sino que su presencia es continua a lo largo de la
historia, haciendo de ella historia de salvación. Así, vemos al Espíritu al
principio, cuando Dios crea el universo, aleteando sobre el caos cuando Dios
pronuncia la Palabra creadora (Cfr. Génesis 1,2); el Espíritu actúa en
Moisés cuando es enviado a liberar al pueblo y lo hace descender sobre los
ancianos de Israel (Cfr. Números 11, 16-30); el Espíritu es el que
inflama de ardor y celo por la causa de Dios a los profetas (Cfr.
Ezequiel 37; Joel 2, 28-32); el Espíritu es quien cubre a María para concebir
en sus entrañas al Hijo de Dios, el que inunda a Isabel para alabar la divina
maternidad y el mismo que hace exclamar a María su canto de alabanza (Cfr.
Lucas 1,39-56); es el Espíritu quien hace a Jesús tener una experiencia filial
de Dios (Cfr. Marcos 1, 9-11), lo lleva al desierto para desafiar las
tentaciones (Cfr. Mateo 4, 1-11), y lo unge para desempeñar su misión
salvadora (Cfr. Lucas 4,16-30); es el mismo Espíritu el que se derrama
sobre los apóstoles como fruto de la Pasión y Resurrección del Señor, tal y
como nos lo narra el Evangelio de este día (Cfr. Juan 20, 19-23).
Si Lucas
nos narra los acontecimientos de Pentecostés al inicio del libro de los Hechos de
los apóstoles (Hechos de los apóstoles 2,1-11) es para significar el inicio de
una nueva etapa en la historia de la salvación, pues aquel Espíritu que en el
pasado se había manifestado de forma tan discreta, comenzará ahora a
manifestarse con todo su poder; al estar situado al inicio del relato nos
quiere también manifestar que así como el Espíritu descendió sobre Jesús al
inicio de su ministerio era necesario que descendiera sobre la comunidad
cristiana al inicio de su ministerio evangelizador, después del bautismo de
Jesús este se manifestó públicamente por primera vez en Nazaret, el mismo día
de Pentecostés Pedro en nombre de toda la comunidad anuncia por primera vez
públicamente el Evangelio de Jesús.
Así
encontramos un hermoso paralelismo entre Jesús y su comunidad en cuanto a su
relación con el Espíritu, pues por medio de él se experimenta la filiación
divina y a la vez se recibe la capacidad de participar de la misión
evangelizadora. Pero a la vez es el Espíritu quien nos hace entrar en el
dinamismo de amor con la Trinidad del que hablábamos al inicio, por el Espíritu
experimentamos al Padre como eterno amante misericordioso, por el Espíritu nos
sentimos amados en el Hijo por cuyo misterio pascual somos salvados, y
permanecemos en el amor por medio del Espíritu que nos mantiene unidos a Dios
en su totalidad, pero este será tema de nuestra reflexión del próximo domingo.
¡Nosotros
tenemos el Espíritu de Jesús! Este es el gran gozo de nuestra fiesta de hoy.
Por el Espíritu participamos de la relación de amor con Dios, pero esta no es
una experiencia intimista, sino que nos debe mover al encuentro con el hermano,
Jesús no se conformó con ser el amado de Dios, quiso que todos nosotros
participáramos de dicha experiencia, por ello se encarnó, nos anunció el
Evangelio, murió y resucitó.
Escuchábamos
en la primera lectura cómo la manifestación del Espíritu se da al interior del
cenáculo, en la intimidad de la comunidad y de cada persona (en la comunidad
por medio del hablar en otros idiomas, en cada persona por medio de las llamas
de fuego), Lucas nos dice que «De repente se oyó un gran ruido, que venía del
cielo, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se
encontraban» (Hechos de los apóstoles 2,2), es decir que se manifestó con toda
su fuerza al interior de la comunidad, pero esta manifestación por sí misma
hace que los demás se sientan atraídos pues «al oír el ruido (los judíos)
acudieron en masa» (Hechos de los apóstoles 2,6); el testimonio cristiano se
inicia con la fuerza del Espíritu, sin Él no se puede llamar a Jesús “Señor”
(Cfr. 1 Corintios 12,3), como nos dice san Pablo en la segunda lectura, «En
cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común» (1 Corintios 12,3), de
manera que el Espíritu construye al interior de la comunidad una relación de
amor, de mutua dependencia, de servicio fraterno, como lo hace al interior de
la Trinidad.
¡Nosotros
tenemos el Espíritu de Jesús! Este es el gran gozo de nuestra fiesta de hoy,
pero también es nuestro gran compromiso, ser fermento de unidad al interior de
la comunidad cristiana, pero un compromiso de salida al encuentro de aquellos
que no se sienten parte de ella, el ruido del Espíritu que resuena en el
interior de nuestras Iglesias debe atraer a los que se encuentran fuera, el
gozo de la plenitud del Espíritu en cada cristiano debe moverlo a procurar el
bien común, el bien de todos los hombres, creyentes o no creyentes, debe
promover la transformación de las estructuras sociales, políticas, económicas,
e incluso religiosas que no van de acuerdo con el proyecto de vida de Dios para
la humanidad y que son aquellas contra las que Jesús, el Señor, sigue luchando
como lo hizo durante su ministerio. Ningún cristiano que se diga pleno del
Espíritu Santo puede estar a favor de estas estructuras, ni vivir en un
intimismo social, político, económico o religioso que lo aísle del mundo en el
que vive.
Por medio
de cada cristiano habitado por el Espíritu, será posible que se realice lo que
cantamos en el salmo responsorial: «Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la
tierra», si el Espíritu es enviado sobre nosotros, entonces tenemos el
compromiso de renovar la tierra, de hacer una nueva creación. Por todo esto,
Pentecostés no es un acontecimiento del pasado, no es una efeméride de nuestro
calendario, es un misterio que se vive día a día, que se renueva siempre que
decidimos dejar al Espíritu manifestarse en nosotros.
Por ello
quiero invitarte a concluir estas fiestas pascuales agradeciendo el don de
participar el amor de Dios por medio del Espíritu, pero también a pedir al
mismo Espíritu que nos transforme en aquellas imágenes que encontramos en la
secuencia de la misa de hoy, para que podamos ser luz que ilumine, padres de
los pobres, consuelo, paz en el duelo, descanso en el trabajo, fertilidad de
los desiertos, sanación de las heridas, para nuestra humanidad tan necesitada
de sentirse incluida en ese misterio del amor de Dios. Por ello contemplemos y oremos juntos:
Ven, Dios
Espíritu Santo,
y envíanos
desde el cielo
tu luz,
para iluminarnos.
Ven ya,
padre de los pobres,
luz que
penetra en las almas,
dador de
todos los dones.
Fuente de
todo consuelo,
amable
huésped del alma,
paz en las
horas de duelo.
Eres pausa
en el trabajo;
brisa, en
un clima de fuego;
consuelo,
en medio del llanto.
Ven, luz
santificadora,
y entra
hasta el fondo del alma
de todos
los que te adoran.
Sin tu
inspiración divina
los hombres
nada podemos
y el pecado
nos domina.
Lava
nuestras inmundicias,
fecunda
nuestros desiertos
y cura
nuestras heridas.
Doblega
nuestra soberbia,
calienta
nuestra frialdad,
endereza
nuestras sendas.
Concede a
aquellos que ponen
en ti su fe
y su confianza
tus siete
sagrados dones.
Danos
virtudes y méritos,
danos una buena
muerte
y contigo
el gozo eterno.
El resto de
la reflexión depende de ti.
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