27 mayo 2023

Solemnidad de Pentecostés | VIII DOMINGO DE PASCUA | Daniel de la Divina Misericordia C.P.



«Envía, Señor, tu Espíritu, a renovar la tierra» Cfr. Salmo responsorial (Salmo 103)

 

¡Hoy concluyen las Fiestas Pascuales! Hace cincuenta días recibíamos el anuncio gozoso de la resurrección del Señor, hoy recibimos alegres la iluminación del Espíritu Santo.

 

Al celebrar la Solemnidad de Pentecostés debemos tener presente que no estamos celebrando un acontecimiento histórico, como si de una efeméride más inscrita en nuestro calendario, sino ante todo un misterio: Dios que derrama su Espíritu para hacer una nueva creación del mundo por medio de Cristo a través de su Iglesia.

 

Dice San Agustín de Hipona en su tratado De Trinitate, que el misterio del Dios uno y trino se hace presente de una forma perfecta: el Padre que es el amante, es decir, quien ama sin medida a todos (Cfr. De Trinitate 6, 5, 7); el Hijo, que es el amado, aquel en quien el Padre se recrea y por quien ha llamado a la existencia todas las cosas; y el Espíritu Santo es el amor, es la fuerza que mantiene en la unidad a las tres divinas personas, es su actividad, pues no hacen si no amar y es la energía vital que los lleva a actuar. Nada hay en Dios que no sea amor, nada hay que no haga por amor, nada hay en Dios que no conduzca al amor.

 

Por ello, celebrar esta fiesta como un acontecimiento histórico sería insuficiente y hasta anacrónico, pues no es que el Espíritu de Dios se manifestara por primera vez en Pentecostés, sino que su presencia es continua a lo largo de la historia, haciendo de ella historia de salvación. Así, vemos al Espíritu al principio, cuando Dios crea el universo, aleteando sobre el caos cuando Dios pronuncia la Palabra creadora (Cfr. Génesis 1,2); el Espíritu actúa en Moisés cuando es enviado a liberar al pueblo y lo hace descender sobre los ancianos de Israel (Cfr. Números 11, 16-30); el Espíritu es el que inflama de ardor y celo por la causa de Dios a los profetas (Cfr. Ezequiel 37; Joel 2, 28-32); el Espíritu es quien cubre a María para concebir en sus entrañas al Hijo de Dios, el que inunda a Isabel para alabar la divina maternidad y el mismo que hace exclamar a María su canto de alabanza (Cfr. Lucas 1,39-56); es el Espíritu quien hace a Jesús tener una experiencia filial de Dios (Cfr. Marcos 1, 9-11), lo lleva al desierto para desafiar las tentaciones (Cfr. Mateo 4, 1-11), y lo unge para desempeñar su misión salvadora (Cfr. Lucas 4,16-30); es el mismo Espíritu el que se derrama sobre los apóstoles como fruto de la Pasión y Resurrección del Señor, tal y como nos lo narra el Evangelio de este día (Cfr. Juan 20, 19-23).

 

Si Lucas nos narra los acontecimientos de Pentecostés al inicio del libro de los Hechos de los apóstoles (Hechos de los apóstoles 2,1-11) es para significar el inicio de una nueva etapa en la historia de la salvación, pues aquel Espíritu que en el pasado se había manifestado de forma tan discreta, comenzará ahora a manifestarse con todo su poder; al estar situado al inicio del relato nos quiere también manifestar que así como el Espíritu descendió sobre Jesús al inicio de su ministerio era necesario que descendiera sobre la comunidad cristiana al inicio de su ministerio evangelizador, después del bautismo de Jesús este se manifestó públicamente por primera vez en Nazaret, el mismo día de Pentecostés Pedro en nombre de toda la comunidad anuncia por primera vez públicamente el Evangelio de Jesús.

 

Así encontramos un hermoso paralelismo entre Jesús y su comunidad en cuanto a su relación con el Espíritu, pues por medio de él se experimenta la filiación divina y a la vez se recibe la capacidad de participar de la misión evangelizadora. Pero a la vez es el Espíritu quien nos hace entrar en el dinamismo de amor con la Trinidad del que hablábamos al inicio, por el Espíritu experimentamos al Padre como eterno amante misericordioso, por el Espíritu nos sentimos amados en el Hijo por cuyo misterio pascual somos salvados, y permanecemos en el amor por medio del Espíritu que nos mantiene unidos a Dios en su totalidad, pero este será tema de nuestra reflexión del próximo domingo.

 

¡Nosotros tenemos el Espíritu de Jesús! Este es el gran gozo de nuestra fiesta de hoy. Por el Espíritu participamos de la relación de amor con Dios, pero esta no es una experiencia intimista, sino que nos debe mover al encuentro con el hermano, Jesús no se conformó con ser el amado de Dios, quiso que todos nosotros participáramos de dicha experiencia, por ello se encarnó, nos anunció el Evangelio, murió y resucitó.

 

Escuchábamos en la primera lectura cómo la manifestación del Espíritu se da al interior del cenáculo, en la intimidad de la comunidad y de cada persona (en la comunidad por medio del hablar en otros idiomas, en cada persona por medio de las llamas de fuego), Lucas nos dice que «De repente se oyó un gran ruido, que venía del cielo, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban» (Hechos de los apóstoles 2,2), es decir que se manifestó con toda su fuerza al interior de la comunidad, pero esta manifestación por sí misma hace que los demás se sientan atraídos pues «al oír el ruido (los judíos) acudieron en masa» (Hechos de los apóstoles 2,6); el testimonio cristiano se inicia con la fuerza del Espíritu, sin Él no se puede llamar a Jesús “Señor” (Cfr. 1 Corintios 12,3), como nos dice san Pablo en la segunda lectura, «En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común» (1 Corintios 12,3), de manera que el Espíritu construye al interior de la comunidad una relación de amor, de mutua dependencia, de servicio fraterno, como lo hace al interior de la Trinidad.

 

¡Nosotros tenemos el Espíritu de Jesús! Este es el gran gozo de nuestra fiesta de hoy, pero también es nuestro gran compromiso, ser fermento de unidad al interior de la comunidad cristiana, pero un compromiso de salida al encuentro de aquellos que no se sienten parte de ella, el ruido del Espíritu que resuena en el interior de nuestras Iglesias debe atraer a los que se encuentran fuera, el gozo de la plenitud del Espíritu en cada cristiano debe moverlo a procurar el bien común, el bien de todos los hombres, creyentes o no creyentes, debe promover la transformación de las estructuras sociales, políticas, económicas, e incluso religiosas que no van de acuerdo con el proyecto de vida de Dios para la humanidad y que son aquellas contra las que Jesús, el Señor, sigue luchando como lo hizo durante su ministerio. Ningún cristiano que se diga pleno del Espíritu Santo puede estar a favor de estas estructuras, ni vivir en un intimismo social, político, económico o religioso que lo aísle del mundo en el que vive.

 

Por medio de cada cristiano habitado por el Espíritu, será posible que se realice lo que cantamos en el salmo responsorial: «Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra», si el Espíritu es enviado sobre nosotros, entonces tenemos el compromiso de renovar la tierra, de hacer una nueva creación. Por todo esto, Pentecostés no es un acontecimiento del pasado, no es una efeméride de nuestro calendario, es un misterio que se vive día a día, que se renueva siempre que decidimos dejar al Espíritu manifestarse en nosotros.

 


Por ello quiero invitarte a concluir estas fiestas pascuales agradeciendo el don de participar el amor de Dios por medio del Espíritu, pero también a pedir al mismo Espíritu que nos transforme en aquellas imágenes que encontramos en la secuencia de la misa de hoy, para que podamos ser luz que ilumine, padres de los pobres, consuelo, paz en el duelo, descanso en el trabajo, fertilidad de los desiertos, sanación de las heridas, para nuestra humanidad tan necesitada de sentirse incluida en ese misterio del amor de Dios.  Por ello contemplemos y oremos juntos:

 

Ven, Dios Espíritu Santo,

y envíanos desde el cielo

tu luz, para iluminarnos.

 

Ven ya, padre de los pobres,

luz que penetra en las almas,

dador de todos los dones.

 

Fuente de todo consuelo,

amable huésped del alma,

paz en las horas de duelo.

 

Eres pausa en el trabajo;

brisa, en un clima de fuego;

consuelo, en medio del llanto.

 

Ven, luz santificadora,

y entra hasta el fondo del alma

de todos los que te adoran.

 

Sin tu inspiración divina

los hombres nada podemos

y el pecado nos domina.

 

Lava nuestras inmundicias,

fecunda nuestros desiertos

y cura nuestras heridas.

 

Doblega nuestra soberbia,

calienta nuestra frialdad,

endereza nuestras sendas.

 

Concede a aquellos que ponen

en ti su fe y su confianza

tus siete sagrados dones.

 

Danos virtudes y méritos,

danos una buena muerte

y contigo el gozo eterno.

 

El resto de la reflexión depende de ti.

 

Bendecida semana.
Daniel de la Divina Misericordia C.P.

 

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