¡La paz
esté con ustedes!
Con estas
palabras de Jesús resucitado a sus apóstoles, la Iglesia nos invita a cerrar la
primera semana del tiempo pascual contemplando el misterio de la Divina
Misericordia. Guiados por el evangelista Juan meditemos en este día en el don
qué el resucitado nos ha traído con su amorosa pasión.
Los
evangelistas sinópticos (Mateo, Marcos, Lucas) al momento de presentar la
crucifixión de Jesús son muy escuetos, se reducen a decir lo mínimo: “lo
crucificaron”, sin ofrecer mayor detalle, como si buscaran ser respetuosos con
el sufrimiento de Cristo, evitando el morbo o bien, buscando no escandalizar
más a los discípulos. La excepción es Juan, quien gusta de atender a los
detalles simbólicos: la hora de la muerte de Jesús en coincidencia con el
sacrificio de los corderos pascuales, la túnica inconsútil de Jesús en
semejanza a la túnica del sumo sacerdote, el cumplimiento de las escrituras… él
tampoco nos dice cuántos clavos fijaron a Jesús en la cruz, pero sí nos habla
de la herida del costado de la cual manaron sangre y agua (Juan 19,34). Esta herida será la guía de nuestra
reflexión.
Juan nos
presenta una doble escena en un único relato. La primera (Juan 20,19-23)
acontece el día mismo de la resurrección al atardecer: después de los luminosos
acontecimientos de aquella mañana entre Jesús y María Magdalena, el evangelista
nos lleva al cenáculo sombrío donde los demás discípulos se encuentran
encerrados por temor a los Judíos; esta escena toma un nuevo matiz con la
presencia del resucitado: “la paz esté con ustedes”, y presenta sus manos, pies
y costado como evidencia de autenticidad: es el crucificado, pero un
crucificado distinto al del viernes santo pues ya no pende de una cruz, sin
vida, ahora vive y resplandece en Él la majestad y la gloria qué ya se vislumbraban
en el calvario. La escena concluye con la efusión del Espíritu santo “para el
perdón de los pecados”. El auténtico cordero pascual borra los pecados de los
hombres ya no con sangre, sino con la fuerza del amor qué procede del Padre y
del Hijo; de ahora en adelante los discípulos serán los responsables de llevar
a todos la Misericordia manifestada en la cruz de Cristo.
La segunda
escena (Juan 20, 24-28) acontece a los ocho días del día de la
resurrección (hoy celebramos el último
día de la octava de pascua). El lugar es el mismo, el cenáculo cerrado, los
discípulos ocultos, incapaces de salir a cumplir con la encomienda dada por
Jesús, seguros de la resurrección de Jesús pues insisten a Tomás en la
veracidad del acontecimiento, pero no confiados en la fuerza del Espíritu del
qué han sido investidos. Jesús se presenta de nueva cuenta en medio de ellos,
repitiendo el mismo saludo, pero esta vez para dar una lección más a sus
discípulos, la ocasión la da la incredulidad de Tomás, quien cuestiona el
testimonio de sus hermanos y exige una prueba tangible de autenticidad de la
resurrección.
Jesús no
reprende a ninguno, se muestra misericordioso tanto para la actitud de
desconfianza de la comunidad como con la incredulidad de Tomás, más aún, esta
última da pie a un acontecimiento extraordinario: Jesús lo invita a introducir
su mano en su costado, a penetrar en su cuerpo hasta tocar su corazón; Jesús no
presenta ya sus heridas como credenciales de identidad, ahora las muestra como
camino de comunión con su persona; el pecado de Tomás (y el de todos los
hombres) ha sido la oportunidad para qué Dios descubra su corazón, el
omnipotente ante la desconfianza del hombre no usa las armas de la amenaza o la
violencia para convencerlos o convertirlos, antes bien, con una actitud
misericordiosa les permite tocar su corazón ardiente de amor por ellos, para
establecer una unión amorosa con ellos. La felicidad del discípulo está
"en creer sin haber visto" no porque la fe sea ciega (la auténtica fe
cuestiona, indaga, como la de maría en la anunciación) sino porque se mantiene
en pie aun en medio de las pruebas, cuando "no se ve con claridad"
(Jesús en la cruz exclama "¿porque me has abandonado" no como
reproche a Dios sino como muestra de confianza: aunque parezca que no está presente
y todo se ha perdido, yo seguiré fiel a tu proyecto) tal y como pasó a los
discípulos en la pasión.
Si Jesús la
tarde de Pascua envía como mensajeros de misericordia a los discípulos, la
tarde de la octava de Pascua les enseña cómo deben mostrar esa misericordia:
con la misma actitud que Él ha tenido con Tomás, llevando a los hombres a
corazón de Dios, perdonando su incredulidad sin reproche alguno.
Este es
pues el misterio qué celebramos hoy, qué Dios nos ama tanto qué por encima de
nuestros pecados, expresados en toda su potencia en la cruz de Jesús, ha
manifestado su poder, no como destrucción sino como vida: la misericordia es
más fuerte qué la muerte, la justicia de Dios se manifiesta no en forma de
venganza sino de perdón, el omnipotente no ha mostrado la fuerza de su ser no
en la destrucción sino en darnos paz. El
Padre ha respondido a la muerte injusta de su Hijo en la Cruz por parte de sus
criaturas resucitándolo y otorgándonos el perdón y la vida eterna. Esta fiesta es una bella síntesis del
misterio pascual qué hemos celebrado a lo largo de estos días.
La herida
del costado de Jesús nunca se cerrará, estará siempre derramando agua y sangre
para nuestro perdón, es la prueba eterna de su amor por nosotros.
Como
cristianos, somos invitados a replicar esta acción: ciertamente en la vida
hemos sido víctimas de los pecados del mundo qué nos han puesto en la cruz y
sin duda nos han herido el corazón, atravesado hasta lo más profundo; Jesús
muestra sus heridas como prueba de qué ha pasado por el sufrimiento y lo ha
vencido, nosotros podemos transformar nuestras cicatrices en pruebas de qué el
amor de Dios lo cura todo. Jesús nos invita a aprender a vivir con el corazón
abierto, para mostrarlo al mundo, para qué todos puedan ver lo más bello qué tenemos
en él, a Dios mismo que habita ahí como en un Sagrario y en el cual todos
puedan encontrar la misericordia qué ha transformado nuestra propia vida; Jesús
nos anima para qué las cruces y las lanzas cotidianas qué nos van hiriendo se
transformen en oportunidades de hacer de nuestro mundo un lugar mejor.
Qué Dios
rico en misericordia nos ayude a ser misericordiosos como Él.
¡Felices
Pascuas!
Daniel C.P.
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