A
lo largo de la historia de la humanidad muchos hombres se han cuestionado por
el problema del mal. Algunos se preguntan si es que el hombre es el único
responsable de éste. Otros, con cierto “presunción” de fe, se preguntan si Dios
lo creo, lo permite o lo manda. Unos más piensan que tanto Dios como el hombre
son los causantes del mal, el primero por mandarlo o permitirlo y el segundo
por producirlo en la vida cotidiana.
Los
evangelios nos presentan a un Dios-Abbá siempre bueno con los hombres: De hecho,
fue por puro amor que envío a su Hijo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su
Hijo unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino
que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Pero entonces ¿amó más a los hombres que a
su propio Hijo dejándolo morir en la cruz? No, definitivamente no. Dios hablaba
en la persona misma de Jesús, sólo que en ese momento el problema del mal
no deja escuchar su voz. Fue hasta Dios mismo resucitó a Jesús que la mayoría
se dio cuenta no ya de la voz, sino del grito que estaba dando Jesús en nombre
Dios al levantarse de la muerta, máxima expresión del mal.
Andrés
Torres Queiruga, presbítero y teólogo católico, en la conclusión de su libro Repensar
la resurrección afirma que en cuanto al problema del mal «la cruz lo hace visible en todo su
horror; [pero] la resurrección muestra la respuesta que desde Dios podemos
vislumbrar». Al problema del mal, en su máxima expresión llamada
muerte, no podemos, como
creyentes, dar otra respuesta que no sea la fe en la resurrección. ésta última,
por tanto, se convierte en la máxima respuesta del hombre de fe al mal.
De esto, dice el mismo Queiruga, se
pueden sacar algunas consecuencias teológicas: «por un lado, el carácter trascendente de la
resurrección no permite esperar “milagros” divinos, sino que convoca a la
praxis histórica, colaborando con Dios en su lucha contra el mal: es el único
encargo —el “mandamiento nuevo”— que nos deja Cristo. Pero, por otro, su
carácter real y definitivo es lo único que nos permite responder a la terrible
pregunta por las víctimas, que, muertas, nada pueden esperar de soluciones
desde la historia: sólo la resurrección puede ofrecer una salida a “la
nostalgia de que el verdugo no triunfe definitivamente sobre su víctima”».
Sin la certeza firme de la
resurrección vana sería nuestra fe, dice san Pablo (1 Cor 15, 14). Pero esta
“vida en la resurrección” no significa, en términos deportivos, sin más un
“segundo tiempo” o una especia de
“tiempo extra” de nuestra vida terrena sin más, sino que significa el
florecimiento pleno de esta vida, pero ahora frente a la presencia del
Dios-Abbá que no sabe hacer otra cosa más que amar a su creación predilecta. La
fe y esperanza en la resurrección, por tanto, lejos de convertirse en un escape
del aquí y el ahora (el “más acá), hace una radical remisión al aquí y al
ahora, con la idea de cultivar una autentica vida humana y generar un verdadero
compromiso en la construcción de un mundo para el hombre según el proyecto
original de Dios.
¡Paz y Bien!
Fraternalmente
Iván Ruiz Armenta
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