14 octubre 2020

El Espíritu Santo hace ser a la Iglesia «una, santa, católica y apostólica»

 


Pocas veces se ve en los evangelios a un Jesús que, aun con toda su acción misericordiosa, anuncia también la condenación de los hombres. Quizá el pasaje más significativo sea aquel relato de tradición mateana en donde son separadas las ovejas de los cabritos, bendiciendo a los primeros y maldiciendo a los segundos (Mt 25, 31-46). ¿El motivo de esta condenación? La nula misericordia que muestran algunos hombres hacia los más necesitados.


Otro ejemplo en el que coinciden los sinópticos, aun con sus particularidades, es aquel pasaje en el que Jesús afirma que todo pecado será perdonado, incluso la blasfemia contra el «Hijo del hombre», pero que la «blasfemia contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca» (Mc 3, 29; cf. Mt 12, 32; Lc 12, 10). Esta condena puede interpretarse desde lo escrito por V. Codina,[1] quien ha señalado a la historia como «testigo de la cantidad de pecados de la Iglesia peregrina, en su cabeza y en sus miembros: orgullo, riqueza, poder, inmovilismo, egoísmo, divisiones... Pero seguramente el mayor pecado es el de extinguir el Espíritu».


En este sentido, blasfemar[2] no sólo significaría “decir algo perjuriosamente” contra la Tercera Persona de la Trinidad, sino también expulsarlo de la vida de la Iglesia. Esto tiene aun más sentido si asumimos que hay una relación sumamente estrecha entre el Espíritu Santo y las notas distintivas de la misma Iglesia: una, santa, católica y apostólica (cf. LG 8). En efecto, continúa Codina, «estas notas son fruto de la presencia del Espíritu en la Iglesia; son un don y al mismo tiempo una tarea nunca acabada: la Iglesia es una, santa, católica y apostólica, pero debe ir haciéndose, con la fuerza del Espíritu, cada vez más una, santa, católica y apostólica». 



El Espíritu Santo hace a la Iglesia «una». El Espíritu Santo es en sí mismo un principio de comunión entre el Padre y el Hijo. Así mismo, es quien hace que la Iglesia sea «una-unidad», que nada tiene que ver con la uniformidad, pero sí con la fe y que nos hace ser un solo cuerpo, el de Cristo (1 Co 12,13; Ef 4,4; LG 7). La unidad de y en la Iglesia hace posible la credibilidad de ésta (cf. Jn 17,21). Esta unidad de la verdadera Iglesia de Cristo alcanza incluso a lo que encuentra más allá y fuera de la católica (cf. LG 8).


La Iglesia es «santa» por la fuerza del Espíritu Santo. Nos encontramos ante la nota más antigua atribuida a la Iglesia. Si la tarea del Espíritu Santo es la de santificar, luego entonces podemos afirmar que el Espíritu es quien santifica a la Iglesia. Ésta, en sus miembros, es templo del Espíritu Santo (1 Co 3,16). Aunque esta santidad es puro don, también se convierte para la comunidad en una tarea, que exige una dar una respuesta personal y comunitaria, que, dicho sea de paso, no siempre damos. Por eso se entiende que, aunque la Iglesia posee el don del Espíritu, su presencia se ha de descubrir en medio de los errores y pecados de la misma comunidad eclesial. No “solapándolos”, sino fortaleciéndola para salir de ellos.


El Espíritu santo es el principio de la «catolicidad» de la Iglesia. Esta nota significa universal y totalidad, no en sentido geográfico, sino a través del tiempo histórico. Como católica, la Iglesia integra las diferencias, respeta el pluralismo, integra sin excluir y mantiene viva la tradición. Nos recuerda esta catolicidad que hay una sola fe expresada en diversas expresiones teológicas y culturales. Se trata de descubrir, mediante el impulso del Espíritu, las semillas del Verbo en las culturas.


El Espíritu mantiene la «apostolicidad» de la Iglesia. Esta apostolicidad tiene su fundamento en los apóstoles, y es el Espíritu quien, a ejemplo de éstos, nos impulsa, como comunidad convocada por Jesucristo, a ser testigos de la resurrección de Jesús y ser enviados a proclamar el Evangelio a todos los pueblos. Solo el Espíritu, concluye Codina, puede mantener a la Iglesia en la fidelidad apostólica a través de los siglos.


Cuando la Iglesia no da testimonio de su «unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad», no sólo deja de ser el cuerpo místico de Cristo, sino que también está extirpando al Espíritu Santo y, por ello, blasfemando contra él. Sin ánimos de ser pesimista y regresar a la “teología del miedo”, es menester atender imperativamente a estas notas de la Iglesia, si no queremos “ser puestos” del lado de los cabritos. La Iglesia «una, santa, católica y apostólica» la hace ser el Espíritu Santo (don), pero a través de los que la conformamos (tarea).


¡Paz y Bien!
Fraternalmente
Iván Ruiz Armenta


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Aquí te dejo un video




[1] V. Codina, «Las notas de la Iglesia son fruto del Espíritu», en No extingáis al Espíritu (1 Ts 5, 19). Una iniciación a la Pneumatología, Sal Terrae, Santander 2008, 82-92.

[2] «La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios —interior o exteriormente— palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios» (CIC 2148).


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