Pocas veces se
ve en los evangelios a un Jesús que, aun con toda su acción misericordiosa,
anuncia también la condenación de los hombres. Quizá el pasaje más
significativo sea aquel relato de tradición mateana en donde son separadas las
ovejas de los cabritos, bendiciendo a los primeros y maldiciendo a los segundos
(Mt 25, 31-46). ¿El motivo de esta condenación? La nula misericordia que
muestran algunos hombres hacia los más necesitados.
Otro ejemplo en el que coinciden los sinópticos, aun
con sus particularidades, es aquel pasaje en el que Jesús afirma que todo
pecado será perdonado, incluso la blasfemia contra el «Hijo del hombre», pero que
la «blasfemia contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca» (Mc 3, 29; cf. Mt
12, 32; Lc 12, 10). Esta condena puede interpretarse desde lo escrito por V.
Codina,[1] quien ha señalado a la
historia como «testigo de la cantidad de pecados de la Iglesia peregrina, en su
cabeza y en sus miembros: orgullo, riqueza, poder, inmovilismo, egoísmo,
divisiones... Pero seguramente el mayor pecado es el de extinguir el Espíritu».
En este sentido, blasfemar[2] no sólo significaría “decir
algo perjuriosamente” contra la Tercera Persona de la Trinidad, sino también
expulsarlo de la vida de la Iglesia. Esto tiene aun más sentido si asumimos que
hay una relación sumamente estrecha entre el Espíritu Santo y las notas distintivas de la misma Iglesia: una,
santa, católica y apostólica (cf. LG 8). En efecto, continúa Codina, «estas
notas son fruto de la presencia del Espíritu en la Iglesia; son un don y al
mismo tiempo una tarea nunca acabada: la Iglesia es una, santa, católica y
apostólica, pero debe ir haciéndose, con la fuerza del Espíritu, cada vez más
una, santa, católica y apostólica».
El Espíritu Santo hace a la Iglesia «una». El
Espíritu Santo es en sí mismo un principio de comunión entre el Padre y el
Hijo. Así mismo, es quien hace que la Iglesia sea «una-unidad», que nada tiene
que ver con la uniformidad, pero sí con la fe y que nos hace ser un solo
cuerpo, el de Cristo (1 Co 12,13; Ef 4,4; LG 7). La unidad de y en la Iglesia
hace posible la credibilidad de ésta (cf. Jn 17,21). Esta unidad de la
verdadera Iglesia de Cristo alcanza incluso a lo que encuentra más allá y fuera
de la católica (cf. LG 8).
La Iglesia es «santa» por la fuerza del Espíritu
Santo. Nos encontramos ante la nota más antigua atribuida a la Iglesia. Si
la tarea del Espíritu Santo es la de santificar, luego entonces podemos afirmar
que el Espíritu es quien santifica a la Iglesia. Ésta, en sus miembros, es
templo del Espíritu Santo (1 Co 3,16). Aunque esta santidad es puro don,
también se convierte para la comunidad en una tarea, que exige una dar una
respuesta personal y comunitaria, que, dicho sea de paso, no siempre damos. Por
eso se entiende que, aunque la Iglesia posee el don del Espíritu, su presencia se
ha de descubrir en medio de los errores y pecados de la misma comunidad
eclesial. No “solapándolos”, sino fortaleciéndola para salir de ellos.
El Espíritu santo es el principio de la «catolicidad»
de la Iglesia. Esta nota significa universal y totalidad, no en sentido geográfico,
sino a través del tiempo histórico. Como católica, la Iglesia integra las
diferencias, respeta el pluralismo, integra sin excluir y mantiene viva la
tradición. Nos recuerda esta catolicidad que hay una sola fe expresada en diversas
expresiones teológicas y culturales. Se trata de descubrir, mediante el impulso
del Espíritu, las semillas del Verbo en las culturas.
El Espíritu mantiene la «apostolicidad» de la
Iglesia. Esta apostolicidad tiene su fundamento en los apóstoles, y es el
Espíritu quien, a ejemplo de éstos, nos impulsa, como comunidad convocada por
Jesucristo, a ser testigos de la resurrección de Jesús y ser enviados a
proclamar el Evangelio a todos los pueblos. Solo el Espíritu, concluye Codina, puede
mantener a la Iglesia en la fidelidad apostólica a través de los siglos.
Cuando la Iglesia no da testimonio de su «unidad,
santidad, catolicidad y apostolicidad», no sólo deja de ser el cuerpo místico
de Cristo, sino que también está extirpando al Espíritu Santo y, por ello,
blasfemando contra él. Sin ánimos de ser pesimista y regresar a la “teología
del miedo”, es menester atender imperativamente a estas notas de la Iglesia, si
no queremos “ser puestos” del lado de los cabritos. La Iglesia «una, santa,
católica y apostólica» la hace ser el Espíritu Santo (don), pero a través de
los que la conformamos (tarea).
Fraternalmente
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[1]
V. Codina, «Las notas
de la Iglesia son fruto del Espíritu», en No extingáis al Espíritu (1 Ts 5,
19). Una iniciación a la Pneumatología, Sal Terrae, Santander 2008, 82-92.
[2] «La blasfemia se opone directamente al segundo
mandamiento. Consiste en proferir contra Dios —interior o exteriormente—
palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al
respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios» (CIC 2148).
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