12 agosto 2023

«Tranquilícense y no teman. Soy yo.» Mateo 14,27 | DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO | Por: Daniel de la divina Misericordia C.P.



DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO
«Tranquilícense y no teman. Soy yo.» Mateo 14,27


La fe es una de las tres virtudes teologales, decimos tradicionalmente que es un don por el cual podemos conocer a Dios y entablar una relación personal con Él, por ella podemos abrazarnos a la divina voluntad, y con ella vamos caminando en esta vida en busca de los bienes eternos.


Por ello llegamos a pensar que la fe es una especie de superpoder, y lastimosamente algunos llegan a creer que es una especie de agente divinizador que nos separa de nuestra realidad para entrar en un mundo ideal, como si la fe fuera un antídoto para vivir humanamente para comenzar a vivir divinamente.


Sin embargo Jesús nos enseña que la fe es una interacción entre lo humano y lo divino; así, la fe nos ayuda a reconocer que somos humanamente limitados, que dependemos de alguien que supera nuestras limitaciones y ese es Dios, y por ello muchas de las cosas que acontecen a nuestro alrededor escapan de nuestro control, y es necesario dejarlas simplemente en las manos del Señor; pero la fe también nos ayuda a reconocer que tenemos una vocación a la santidad, y que aunque humanamente estamos condicionados por nuestras debilidades y limitaciones podremos superarnos para ser mejores, y que eso se logra solo con la ayuda de Dios; en ambos casos la clave está en no olvidarnos que para andar en el camino de la vida siempre requeriremos de la compañía, guía y sostén de nuestro buen Padre Dios, y que por ello debemos estar atentos a reconocerlo en los acontecimientos cotidianos.


La liturgia de la Palabra de este domingo nos invita a reflexionar en este tema de la fe, tomando las imágenes del profeta Elías y la del apóstol Pedro, buscando que podamos comprender que de cara a Dios nuestra respuesta de fe debe ser firme.

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1. La montaña


Hemos hablado en otras ocasiones que la montaña es, desde la experiencia de fe del pueblo israelita, el lugar por excelencia de encuentro con Dios; así, podemos recordar que fue en la Montañana del Sinaí donde el pueblo hizo alianza con Dios, donde recibió su ley, y comenzó a caminar como un solo pueblo. El domingo pasado recordamos como Jesús sube al monte para encontrarse con Dios en la oración, se transfigura, y baja fortalecido para emprender el camino hacia su pasión.


La primera lectura (1 Reyes 19, 9.11-13) ubica al profeta Elías en el Horeb , es decir, en el Sinaí, pues ambos nombres refieren al mismo lugar. El profeta se encuentra refugiado ahí, pues es perseguido por Jezabel quien intenta acabar con su vida por haber desenmascarado la farsa de los falsos profetas (Cfr. 1 Reyes 18,20-46). Elías se encuentra en una profunda crisis, pues a pesar de actuar en nombre del Señor no ha recibido más que persecuciones; su crisis es tan grande que suplica a Dios por su muerte pues su vida ya no tiene sentido; pero en medio de este sufrimiento el profeta llega al lugar de la alianza y ahí, refugiado en una cueva tiene un encuentro personal con Dios a semejanza a los que tuvo Moisés en el mismo lugar.


Elías, heredero de la tradición de su pueblo, seguramente conocía aquellos relatos de las grandiosas hazañas de Dios en favor de su pueblo, sobre todo del como actuó con mano poderosa durante el éxodo para liberarlos de la esclavitud, como soplo fuertemente para abrir el mar rojo para que pasara su pueblo por tierra seca, o como aquella columna de fuego se interpuso para que sus enemigos los atacaran.


Sin embargo el profeta no necesitaba al Dios poderoso del éxodo, que actuara en su favor para atacar a sus enemigos, sino al amigo compasivo que le tendiera una mano cercana en el momento de mayor rechazo; es por ello por lo que en el relato que escuchamos en la primera lectura el profeta reconoce la presencia del Señor no en la tempestad, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en la brisa suave, porque Dios lo que quería era llevar su presencia consoladora y pacificante al hombre que se sentía solo, y que necesitaba un poco de ánimo para continuar con su misión.


En el Evangelio acontece algo similar, pues después del éxito obtenido durante la multiplicación de los panes (Cfr. Mateo 14,13-21) parece que Jesús está apurado por desaparecer de la escena, y es que existe para Él y sus discípulos un problema, que aquella multitud entusiasmada solo lo siga por interés o bien que quieran proclamarlo rey (Cfr. Juan 6,15), haciendo así de su movimiento una especie de mesianismo triunfante que haga perderse los valores del Reino de Dios.


Por ello insta a sus discípulos a subir a la barca y emprender camino por el mar, aun cuando parece ser que el sol ya se ha puesto, después dispersa a la multitud y finalmente Él se retira en soledad al monte para orar. Pareciera bastante absurdo que no aprovechara aquel momento para afianzar su movimiento, pero seguramente sabia que aquello podría corromper el corazón de los discípulos y el suyo propio, por ello prefiere subir o huir al monte, como el profeta, porque sabe que hay una amenaza y por eso decide refugiarse en la oración. Jesús reconoce perfectamente una oportunidad y una trampa, ha comprendido como el profeta que Dios no siempre se presenta con poder y gloria, y que a veces es necesario esperar en la soledad de la cueva a que su presencia pacifica llegue. En ambos casos, Elías y Jesús, hacen un autentico acto de fe, pues dejan de lado las apariencias del contexto de la situación para reconocer humildemente la presencia de Dios.


En la vida muchas veces nosotros podemos esperar que Dios proceda con nuestros criterios meramente humanos, esperamos a un dios milagrero que haga cosas extraordinarias por nosotros, o pero, seducidos por nuestro intereses corrompidos confundimos el momento y preferimos entregarnos al aparente éxito antes que afianzarnos en el plan de Dios que espera el momento más propicio. Sería buen momento para preguntarnos si queremos relacionarnos con el dios del trueno y el fuego o con el Dios de la brisa suave, si preferimos subir a la montaña para encontrarnos con el Dios del amor, o solo subimos a ella para sentirnos superiores a los demás.


2. La barca


El mar para el pueblo de Israel representaba el mal en toda su expresión, era un lugar para el que no estaban preparados, lleno de peligros como el mítico Leviatán, por ello para todo israelita emprender un viaje por mar era todo un acto de valentía. En el grupo de los discípulos se podían contar varios pescadores, hombres experimentados en los peligros del mar, seguramente preparados para enfrentar cualquier tipo de emergencia; seguramente por ello no tuvieron mayor problema para subir a la barca y atravesar el mar, antes que preferir una travesía a pie por la orilla del mar, pues confiaban en la experiencia de sus compañeros.


Pero en medio de la noche acontece un hecho extraordinario, Jesús se presenta caminando sobre las aguas, un acto que va más allá de las posibilidades humanas, un acto que solo puede realizar Dios. Este acontecimiento roba la paz a los discípulos, se sienten desconcertados ante un hecho que creen fantasmal, no hay asombro, solo miedo, y en medio de tal turbación Jesús exclama: «Tranquilícense y no teman.» Increíble aquellos hombres no reconocieran al maestro con quien convivían todos los días, increíble como el miedo nos lleva a desconfiar aun de las personas más cercanas; pero es la voz del maestro la que los hace reconocerlo: «Soy yo.», aquí Jesús usa el nombre de Dios para identificarse, el mismo nombre que da en el Sinaí a Moisés (Cfr. Éxodo 3,13-15). Tanto el caminar sobre las aguas como el la expresión son signos de la divinidad de Jesús, el maestro se revela a sus discípulos en medio del mar, alejado de aquella multitud, espera que ellos en primer lugar reconozcan su poder, y que se afiancen en que sus acciones por muy contradictorias que parezcan son en pos de instaurar su Reino.


En medio de aquella confusión Pedro solicita ir hacia Jesús caminando sobre las aguas, acción que es permitida por el maestro; aquí es interesante notar que la acción de Pedro esta motivada por la desconfianza: «Si eres tú mándame ir caminando hacia ti sobre las aguas»; su acción no está cimentada en la fe, sino en la duda, como si Pedro al caminar sobre las aguas quisiera ponerse al mismo nivel de Dios y comprender su acción, por eso fracasa, por eso se hunde, porque no es un acto de fe sino de desconfianza, Pedro olvida que hay cosas que escapan a sus posibilidades, a sus limitaciones y a pesar de oír la voz del maestro prefiere fiarse de su propia intuición.


Mateo es muy claro al hablarnos de que aquella noche la barca era sacudida, no por una tempestad, sino simplemente por las olas provocadas por el viento, no había truenos, simplemente era lo natural del movimiento de la barca, ¿Por qué entonces Pedro tuvo miedo? ¿no era acaso él un experimentado pescador acostumbrado a enfrentar las tormentas del mar? Y más aún ¿por qué al hundirse pidió la ayuda de Jesús? Al ser pescador Pedro bien sabía nadar, ¿Por qué le pidió entonces al carpintero que lo salvara? Sencillamente Pedro se dio cuenta de su error y renuncia a comprender y salvarse por sus propias fuerzas y conocimientos, es mejor dejar que el maestro lo salve; el reproche de Jesús no es por que Pedro tuviera miedo, su falta de fe no se manifiesta en el miedo, sino en la desconfianza, Pedro se equivocó al querer poner a prueba a Jesús.


En la vida nos puede pasar igual a nosotros, acostumbrados a enfrentar las grandes pruebas de la vida a veces nos olvidamos de que las más pequeñas nos pueden tambalear, no son las grandes tormentas donde la acción de Dios es más clara las que nos pueden llevar a desconfiar, sino las pequeñas olas donde pareciera que Dios está ausente donde podemos olvidar que Dios es una brisa suave que trae la paz.


La muerte de un ser querido, la enfermedad, la soledad, acontecimientos naturales muy humanos a veces queremos enfrentarlos de forma extraordinaria o sobrenatural, esperando que Dios evite la muerte o la enfermedad, queremos pretender darle soluciones o como Pedro pruebas para fiarnos de su presencia, cuando bastaría creer en su voz: «Tranquilícense y no teman. Soy yo.» para enfrentar dichos acontecimientos.


3. La profesión


El relato concluye con una profesión de fe por parte de los tripulantes en la barca: «Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios». Al principio de la reflexión recordábamos que un acto de fe implica reconocernos con humildad limitados y reconocer que Dios es ilimitado, la experiencia ayudó a los discípulos a reconocer la presencia divina del maestro, nuestras experiencias difíciles debieran conducirnos a reconocer la presencia salvadora de Dios, y para ello simplemente basta confiar en que Dios es Dios, y que aunque a veces sus planes rayan en lo absurdo Él sabe lo que hace y que lo que supera nuestra humana limitación solo Él puede resolverlo. Porque al final la fe no te hará caminar sobre las aguas, simplemente te ayudará a esperar a que Jesús venga hasta tu barca.


El resto de la reflexión depende de ti.


Bendecida semana.
Daniel de la divina Misericordia C.P.


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