La fe es una de las tres virtudes
teologales, decimos tradicionalmente que es un don por el cual podemos conocer
a Dios y entablar una relación personal con Él, por ella podemos abrazarnos a
la divina voluntad, y con ella vamos caminando en esta vida en busca de los
bienes eternos.
Por ello llegamos a pensar que la fe
es una especie de superpoder, y lastimosamente algunos llegan a creer que es
una especie de agente divinizador que nos separa de nuestra realidad para
entrar en un mundo ideal, como si la fe fuera un antídoto para vivir
humanamente para comenzar a vivir divinamente.
Sin embargo Jesús nos enseña que la fe
es una interacción entre lo humano y lo divino; así, la fe nos ayuda a
reconocer que somos humanamente limitados, que dependemos de alguien que supera
nuestras limitaciones y ese es Dios, y por ello muchas de las cosas que
acontecen a nuestro alrededor escapan de nuestro control, y es necesario
dejarlas simplemente en las manos del Señor; pero la fe también nos ayuda a
reconocer que tenemos una vocación a la santidad, y que aunque humanamente
estamos condicionados por nuestras debilidades y limitaciones podremos
superarnos para ser mejores, y que eso se logra solo con la ayuda de Dios; en
ambos casos la clave está en no olvidarnos que para andar en el camino de la
vida siempre requeriremos de la compañía, guía y sostén de nuestro buen Padre
Dios, y que por ello debemos estar atentos a reconocerlo en los acontecimientos
cotidianos.
La liturgia de la Palabra de este
domingo nos invita a reflexionar en este tema de la fe, tomando las imágenes
del profeta Elías y la del apóstol Pedro, buscando que podamos comprender que
de cara a Dios nuestra respuesta de fe debe ser firme.
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1. La montaña
Hemos hablado en otras ocasiones que
la montaña es, desde la experiencia de fe del pueblo israelita, el lugar por
excelencia de encuentro con Dios; así, podemos recordar que fue en la Montañana
del Sinaí donde el pueblo hizo alianza con Dios, donde recibió su ley, y
comenzó a caminar como un solo pueblo. El domingo pasado recordamos como Jesús
sube al monte para encontrarse con Dios en la oración, se transfigura, y baja
fortalecido para emprender el camino hacia su pasión.
La primera lectura (1 Reyes 19,
9.11-13) ubica al profeta Elías en el Horeb , es decir, en el Sinaí, pues ambos
nombres refieren al mismo lugar. El profeta se encuentra refugiado ahí, pues es
perseguido por Jezabel quien intenta acabar con su vida por haber
desenmascarado la farsa de los falsos profetas (Cfr. 1 Reyes 18,20-46). Elías
se encuentra en una profunda crisis, pues a pesar de actuar en nombre del Señor
no ha recibido más que persecuciones; su crisis es tan grande que suplica a
Dios por su muerte pues su vida ya no tiene sentido; pero en medio de este
sufrimiento el profeta llega al lugar de la alianza y ahí, refugiado en una
cueva tiene un encuentro personal con Dios a semejanza a los que tuvo Moisés en
el mismo lugar.
Elías, heredero de la tradición de su
pueblo, seguramente conocía aquellos relatos de las grandiosas hazañas de Dios
en favor de su pueblo, sobre todo del como actuó con mano poderosa durante el
éxodo para liberarlos de la esclavitud, como soplo fuertemente para abrir el
mar rojo para que pasara su pueblo por tierra seca, o como aquella columna de
fuego se interpuso para que sus enemigos los atacaran.
Sin embargo el profeta no necesitaba
al Dios poderoso del éxodo, que actuara en su favor para atacar a sus enemigos,
sino al amigo compasivo que le tendiera una mano cercana en el momento de mayor
rechazo; es por ello por lo que en el relato que escuchamos en la primera
lectura el profeta reconoce la presencia del Señor no en la tempestad, ni en el
terremoto, ni en el fuego, sino en la brisa suave, porque Dios lo que quería
era llevar su presencia consoladora y pacificante al hombre que se sentía solo,
y que necesitaba un poco de ánimo para continuar con su misión.
En el Evangelio acontece algo similar,
pues después del éxito obtenido durante la multiplicación de los panes (Cfr.
Mateo 14,13-21) parece que Jesús está apurado por desaparecer de la escena, y
es que existe para Él y sus discípulos un problema, que aquella multitud
entusiasmada solo lo siga por interés o bien que quieran proclamarlo rey (Cfr.
Juan 6,15), haciendo así de su movimiento una especie de mesianismo triunfante
que haga perderse los valores del Reino de Dios.
Por ello insta a sus discípulos a
subir a la barca y emprender camino por el mar, aun cuando parece ser que el
sol ya se ha puesto, después dispersa a la multitud y finalmente Él se retira
en soledad al monte para orar. Pareciera bastante absurdo que no aprovechara
aquel momento para afianzar su movimiento, pero seguramente sabia que aquello
podría corromper el corazón de los discípulos y el suyo propio, por ello
prefiere subir o huir al monte, como el profeta, porque sabe que hay una
amenaza y por eso decide refugiarse en la oración. Jesús reconoce perfectamente
una oportunidad y una trampa, ha comprendido como el profeta que Dios no
siempre se presenta con poder y gloria, y que a veces es necesario esperar en
la soledad de la cueva a que su presencia pacifica llegue. En ambos casos,
Elías y Jesús, hacen un autentico acto de fe, pues dejan de lado las
apariencias del contexto de la situación para reconocer humildemente la
presencia de Dios.
En la vida muchas veces nosotros
podemos esperar que Dios proceda con nuestros criterios meramente humanos,
esperamos a un dios milagrero que haga cosas extraordinarias por nosotros, o
pero, seducidos por nuestro intereses corrompidos confundimos el momento y
preferimos entregarnos al aparente éxito antes que afianzarnos en el plan de
Dios que espera el momento más propicio. Sería buen momento para preguntarnos
si queremos relacionarnos con el dios del trueno y el fuego o con el Dios de la
brisa suave, si preferimos subir a la montaña para encontrarnos con el Dios del
amor, o solo subimos a ella para sentirnos superiores a los demás.
2. La barca
El mar para el pueblo de Israel
representaba el mal en toda su expresión, era un lugar para el que no estaban
preparados, lleno de peligros como el mítico Leviatán, por ello para todo
israelita emprender un viaje por mar era todo un acto de valentía. En el grupo
de los discípulos se podían contar varios pescadores, hombres experimentados en
los peligros del mar, seguramente preparados para enfrentar cualquier tipo de
emergencia; seguramente por ello no tuvieron mayor problema para subir a la
barca y atravesar el mar, antes que preferir una travesía a pie por la orilla
del mar, pues confiaban en la experiencia de sus compañeros.
Pero en medio de la noche acontece un
hecho extraordinario, Jesús se presenta caminando sobre las aguas, un acto que
va más allá de las posibilidades humanas, un acto que solo puede realizar Dios.
Este acontecimiento roba la paz a los discípulos, se sienten desconcertados
ante un hecho que creen fantasmal, no hay asombro, solo miedo, y en medio de
tal turbación Jesús exclama: «Tranquilícense y no teman.» Increíble aquellos
hombres no reconocieran al maestro con quien convivían todos los días,
increíble como el miedo nos lleva a desconfiar aun de las personas más
cercanas; pero es la voz del maestro la que los hace reconocerlo: «Soy yo.»,
aquí Jesús usa el nombre de Dios para identificarse, el mismo nombre que da en
el Sinaí a Moisés (Cfr. Éxodo 3,13-15). Tanto el caminar sobre las aguas como
el la expresión son signos de la divinidad de Jesús, el maestro se revela a sus
discípulos en medio del mar, alejado de aquella multitud, espera que ellos en
primer lugar reconozcan su poder, y que se afiancen en que sus acciones por muy
contradictorias que parezcan son en pos de instaurar su Reino.
En medio de aquella confusión Pedro
solicita ir hacia Jesús caminando sobre las aguas, acción que es permitida por
el maestro; aquí es interesante notar que la acción de Pedro esta motivada por
la desconfianza: «Si eres tú mándame ir caminando hacia ti sobre las aguas»; su
acción no está cimentada en la fe, sino en la duda, como si Pedro al caminar
sobre las aguas quisiera ponerse al mismo nivel de Dios y comprender su acción,
por eso fracasa, por eso se hunde, porque no es un acto de fe sino de
desconfianza, Pedro olvida que hay cosas que escapan a sus posibilidades, a sus
limitaciones y a pesar de oír la voz del maestro prefiere fiarse de su propia
intuición.
Mateo es muy claro al hablarnos de que
aquella noche la barca era sacudida, no por una tempestad, sino simplemente por
las olas provocadas por el viento, no había truenos, simplemente era lo natural
del movimiento de la barca, ¿Por qué entonces Pedro tuvo miedo? ¿no era acaso
él un experimentado pescador acostumbrado a enfrentar las tormentas del mar? Y
más aún ¿por qué al hundirse pidió la ayuda de Jesús? Al ser pescador Pedro
bien sabía nadar, ¿Por qué le pidió entonces al carpintero que lo salvara?
Sencillamente Pedro se dio cuenta de su error y renuncia a comprender y
salvarse por sus propias fuerzas y conocimientos, es mejor dejar que el maestro
lo salve; el reproche de Jesús no es por que Pedro tuviera miedo, su falta de
fe no se manifiesta en el miedo, sino en la desconfianza, Pedro se equivocó al
querer poner a prueba a Jesús.
En la vida nos puede pasar igual a
nosotros, acostumbrados a enfrentar las grandes pruebas de la vida a veces nos
olvidamos de que las más pequeñas nos pueden tambalear, no son las grandes
tormentas donde la acción de Dios es más clara las que nos pueden llevar a
desconfiar, sino las pequeñas olas donde pareciera que Dios está ausente donde
podemos olvidar que Dios es una brisa suave que trae la paz.
La muerte de un ser querido, la
enfermedad, la soledad, acontecimientos naturales muy humanos a veces queremos
enfrentarlos de forma extraordinaria o sobrenatural, esperando que Dios evite
la muerte o la enfermedad, queremos pretender darle soluciones o como Pedro
pruebas para fiarnos de su presencia, cuando bastaría creer en su voz:
«Tranquilícense y no teman. Soy yo.» para enfrentar dichos acontecimientos.
3. La profesión
El relato concluye con una profesión
de fe por parte de los tripulantes en la barca: «Verdaderamente tú eres el Hijo
de Dios». Al principio de la reflexión recordábamos que un acto de fe implica
reconocernos con humildad limitados y reconocer que Dios es ilimitado, la
experiencia ayudó a los discípulos a reconocer la presencia divina del maestro,
nuestras experiencias difíciles debieran conducirnos a reconocer la presencia
salvadora de Dios, y para ello simplemente basta confiar en que Dios es Dios, y
que aunque a veces sus planes rayan en lo absurdo Él sabe lo que hace y que lo
que supera nuestra humana limitación solo Él puede resolverlo. Porque al final
la fe no te hará caminar sobre las aguas, simplemente te ayudará a esperar a
que Jesús venga hasta tu barca.
El resto de la reflexión depende de
ti.
Bendecida semana.
Daniel de la divina Misericordia C.P.
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