LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR
6 de agosto 2023
«Éste es mi Hijo muy
amado, dice el Señor, en quien tengo puestas todas mis complacencias;
escúchenlo.» Mateo 17, 1-9.
Dentro de este ciclo del
tiempo ordinario en el que nos va acompañando el evangelista Mateo, hoy hacemos
un breve paréntesis, pues este domingo coincide con la fiesta de la
Transfiguración del Señor. A la luz de la lectura del Evangelio de este día
contemplemos como los discípulos al maestro en el Tabor, y dejemos que su
presencia llene nuestras vidas.
1.
Una vestidura blanca
El ser humano tiene una
vocación: alcanzar la santidad. Esto es fácil de comprender para quienes
decimos tener fe en Dios, pues reconocemos que nuestra existencia es una
invitación a esforzarnos por llegar a ser imagen fiel del Dios de la vida que
es santo.
Pero es también menester
reconocer que cada uno tiene una vocación específica en la vida, vocación que
es a la vez un camino para alcanzar la santidad y a la par camino para ayudar a
la santificación de los demás. La historia sagrada nos demuestra que el
objetivo de toda vocación será siempre el de dar vida: Abraham fue llamado a
ser padre de un pueblo numeroso, Moisés para liberar al pueblo de la
esclavitud, David para proteger al pueblo de las amenazas extranjeras, los
profetas para recordarle al pueblo lo esencial de la vida; en esencia, ser
santos es amar y dar vida a semejanza de Dios que sostiene nuestra existencia.
Sin embargo, las
situaciones de la vida no en muchas ocasiones ayudan a mantener el rumbo de
nuestra vocación, y así aparecen las tentaciones qué nos hacen perder el
horizonte, pero Dios, que sabe bien de nuestra fragilidad, nos acompaña en el
camino de la vida, iluminando cada situación con su Palabra como lo hizo frente
a la duda de Abraham al momento de anunciarle el nacimiento de su hijo Isaac
(Cfr. Génesis 17) o frente a la duda de Moisés en la peña (Cfr. Éxodo 17); otras veces Dios nos
ilumina por medio de las palabras y los gestos de nuestros hermanos, tal es el
caso de David cuando Nathan le reprocha su pecado a David (Cfr. 2 Samuel 12).
Cada cristiano tiene una
vocación y debe cuidar de ella, un signo muy bello de la liturgia bautismal y
que es fiel reflejo de esta vocación es la vestidura blanca que se entrega al
recién bautizado como signo de su dignidad, mientras se le invita a conservarla
inmaculada hasta la vida eterna; así, cada uno debe conservar su vocación,
protegerla de los peligros externos, buscando ser fiel reflejo de Cristo el
Señor.
2.
Una voz del cielo
Jesús, al igual que los
demás hombres, recibió una vocación personal muy específica el día en que se
hizo bautizar por Juan en el Jordán, ahí la voz del Padre resonó sobre él,
haciéndole saber que él era su «Hijo muy
amado» (Mateo 3,17). Ese es el punto de partida de la misión de Jesús, su
experiencia de Dios lo animará bajo el impulso del Espíritu a predicar a todos
los hombres, que el Padre ama a todos y los llama a formar un nuevo pueblo qué
heredará las promesas hechas a los Patriarcas, ahora bajo su guía.
E igualmente que acontece
con los demás hombres, Jesús enfrentó las tentaciones y las superó, pero esto
no significó que no tuviera que enfrentar la crisis que las tentaciones
provocan en el corazón de las personas. Para comprender lo anterior regresemos
unas páginas atrás en el evangelio y veamos que, por un lado, había una
multitud que seguía a Jesús por puro interés de beneficiarse de sus obras
prodigiosas e incluso había pretendido proclamarlo rey (Cfr. Juan 6,15); otros más lo seguían solo para espiarlo y
acusarlo, poniendo en duda sus obras (Marcos 3,1-6); sus propios discípulos no
atinaban a comprenderlo; Jesús tenía qué decidir por dónde continuar, cómo
seguir sin desviarse de su objetivo: ¿sería acaso que era necesario
transformarse en un rey como lo esperaba el pueblo? ¿O acaso era un fraude como
decían sus detractores? Y entonces recurre a sus discípulos y les pregunta «y
ustedes, ¿quién dicen qué soy yo?» Y entonces Jesús comprobó que ni ellos se
daban cuenta de su naturaleza, solo Pedro lo reconoció como «el Mesías, el Hijo
de Dios» (Cfr. Mateo 16, 13-20).
En medio de esta crisis,
Jesús decide recurrir a la fuente de su vocación: Dios mismo. Por eso decide
subir a la montaña, lugar donde se da el encuentro con Dios (Mateo 19, 1-9).
Allí se deja iluminar por Dios: Moisés y Elías, (la ley y los profetas) le dan
claridad sobre su misión, efectivamente será el Mesías Rey del pueblo, pero no
por medio de la fuerza, el poder o la violencia, sino por medio de la Pasión.
Y para qué las dudas se
disipen por completo, la voz del Padre se hace oír de forma semejante como el
día del bautismo «Este es mi Hijo muy amado en quien tengo mis complacencias»
(Mateo 17,5). El rostro y el cuerpo transfigurados de Jesús son la señal
externa de su condición interior, pero él mismo tendrá que asimilar que su
experiencia filial no depende de ello, pues la gloria de la que ahora se ve
revestido se volcará en oprobio durante la Pasión.
Los discípulos son
testigos de este acontecimiento, junto a Moisés y Elías; el antiguo y el nuevo
testamento dan testimonio de la filiación de Jesús, mientras el antiguo
testamento le indica que el camino de salvación se abre a través de la
fidelidad absoluta a Dios y su proyecto aunque esto implique la cruz, el nuevo
testamento acoge con gozo la orden del Padre «Escúchenlo» (Mateo 17,5), para
poder después iluminar al mundo por medio de su predicación después de su
gloriosa resurrección (Cfr. Mateo 17,9). En Cristo se sella entonces una
alianza nueva y eterna, con un pueblo
nuevo al cual Dios cumplirá sus promesas hechas a Abraham. Y tú yo, somos partícipes de dicha alianza y
dicha misión a través de nuestra propia vocación.
3.
Una montaña
La liturgia de la Palabra
de hoy nos enseña qué Dios llama, y al llamar hace promesas, y aunque el hombre
en su fragilidad cae, Dios permanece siempre fiel haciendo con los llamados
Alianza, qué no dudará en cumplir.
El medio por excelencia
para permanecer fieles en nuestra vocación es la oración, ahí donde nos
encontramos cara a cara con Dios y podemos recordar que somos sus hijos muy
amados, que tiene en puestas en nosotros sus complacencias. La oración es como
aquella montaña a la que sube Jesús con sus discursos, montaña que tiene dos
momentos, la subida para encontrarnos con Dios y la bajada para encontrarnos
con los hermanos.
Desafortunadamente,
muchas veces hacemos de la oración un momento plagado de discursos, fórmulas,
peticiones, y no se olvida que primordialmente es un encuentro con nuestro
Padre para experimentar su amor; si muchas veces olvidamos el objetivo de nuestra vocación como cristianos (ser sus
hijos) o de nuestra vocación particular (sacerdocio, vida consagrada,
matrimonio, soltería) es porque hemos olvidado nuestra experiencia fundante de
encuentro con Dios. Nuestra oración cotidiana debería ser la montaña a la que
subimos para que Dios nos recuerde lo qué somos y nos ilumine así por donde
llevar nuestra vocación.
En esa montaña deberíamos
contemplar a Jesús transfigurado, no para quedarnos extáticos como pretendía
Pedro, sino para bajar de nuevo a la realidad y anunciar a los demás lo qué
hemos contemplado, sin olvidarnos que el rostro de Cristo se transfigura de
muchas maneras, pues en algunos momentos se cubre de gloria (como en la
montaña) y otras tantas se cubre de oprobio (como en la Pasión) y que nos llama
a amarlo y servirlo así como lo vemos glorioso en el tabernáculo durante
nuestra oración, pero también como lo vemos en el rostro doliente de tantos qué
sufren la pasión: los enfermos, huérfanos, migrantes, marginados… para
recordarles qué ellos también son hijos muy amados por Dios. Así seremos en
Cristo bendición para todos los Pueblos.
Después de contemplar a
Jesús transfigurado te invito a que te dejes transfigurar por Él, que tus
vestidos manchados por la rutina y la monotonía del trajín de la vida cotidiana
se blanqueen en la experiencia del amor de Dios que nos hace hijos; que tu
rostro resplandezca como el sol y destelle el gozo, la paz y la alegría de
quién va por el mundo realizando su vocación; que cuando los demás te vean y
oigan escuchen la voz del Padre en sus corazones; y que el trato cotidiano con
los demás sea el reflejo de tu trato íntimo con Dios en la oración.
El resto de la reflexión
depende de ti.
Bendecida semana.
Daniel de la Divina Misericordia C.P.
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