22 enero 2023

22 de enero de 2023 DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO Domingo de la Palabra de Dios «El Señor es mi luz y mi salvación» Salmo 27,1



22 de enero de 2023

DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO

Domingo de la Palabra de Dios

«El Señor es mi luz y mi salvación» Salmo 27,1

Hoy celebramos el Domingo de la Palabra de Dios, y es un día muy especial para recordar que esa Palabra es una persona, su nombre es Jesús. Por eso hoy la liturgia de la Palabra quiere recordarnos que hay una doble acción de la Palabra: iluminar y salvar. Te invito a que juntos exploremos está doble actividad.

«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz» Isaías 9,1. 

El ser humano cuenta con dos órganos que le permiten percibir el mundo, sus formas y colores, deleitarse con las maravillas que lo rodean y desplazarse sin temor ya que lo previenen de los riesgos que pueden acecharlo. Sin embargo esos órganos no funcionan solos, necesitan de un elemento vital que los inunden y los capaciten para realizar su acción: la luz, cuyo reflejo permite que distingamos las cosas y su traspaso las colorea. 

Por ello caminar en tinieblas, que no es otra cosa sino la ausencia de luz, es incómodo, monótono, sin sentido, quien ha viajado por carretera de noche sabrá lo largo que se hace el viaje sin contemplar los bellos paisajes del campo; pero lo más, es que las tinieblas nos crean inseguridad y miedo, porque no podemos prevenir los riesgos del camino. Algunas personas aprenden a caminar en la oscuridad, los invidentes por ejemplo, con osadía desafiando al peligro pero no evitándolo; otros tantos se quedan estáticos, paralizados, condenados a pasar la vida en el mismo sitio.

El salmista, que ha penetrado profundamente el misterio de Dios, sabe reconocer la necesidad de la luz en su vida, y la identifica no solo como un fenómeno físico sino con una realidad espiritual; ha reconocido que Dios en su Palabra ilumina la existencia humana, y no alcanza sino a exclamar «¡Luz es tu Palabra Señor, una lámpara para mis pasos!» Salmo 119.

Los creyentes profesamos fielmente que la Palabra, que es la misma persona de Jesús, es la luz que ilumina, da razón a nuestra existencia, y además la va guiando. Jesús, sus enseñas y su modo de actuar son nuestro criterio de vida, él mismo lo ha dicho: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no caminará en tinieblas» Juan 8,12. 

Desafortunadamente a veces recurrimos a falsas luces que pronto se apagan: el dinero, los bienes materiales, las ideologías… y que a la larga terminan sumergiéndonos en la más terrible oscuridad: el sinsentido, el miedo, la soledad, la depresión. Otras tantas reconocemos que Jesús es nuestra luz pero le vamos poniendo pantallas que deforman su luminosidad, pantallas que parecen hermosas: las tradiciones, los ritos exhuberantes, las oraciones milagrosas, y muchas otras cosas; todo esto puede dar una tonalidad distinta, bella si, más riesgosa porque desvía nuestra atención de lo esencial, y entonces vamos creando una imagen distorsionada de Dios, de nuestros hermanos y del mundo.  Al final terminamos en la misma situación: soledad, depresión, sinsentido.

El secreto entonces de la felicidad se encuentra en buscar la luz de la Palabra, luz que no defrauda, que no se apaga, y al encontrarla es preciso dejarla brillar tal cual es, dulce como la miel en el paladar y a la vez amarga en las entrañas (cfr. Apocalipsis 10,10), o espada de doble filo que entra hasta el fondo de la vida (cfr. Hebreos 4,12).

«Conviértanse porque ya está cerca el Reino de los cielos» Mateo 4,17

La palabra humana por más vana que sea siempre tiene una finalidad, una acción y una repercusión, es provocadora y desata temporadas de paz o las más violentas guerras, encumbra o sume en la miseria a una persona, constituye el más hermoso poema que enamora o el más terrible insulto que termina con una amistad. Cuánto más la Palabra de Dios, ella ha creado el universo con sus maravillas, ha encumbrado al ser humano, lo ha librado de sus esclavitudes; Dios lanza su Palabra con la seguridad de recuperarla con fruto (cfr. Isaías 55,11). 

Jesús es esa Palabra lanzada por Dios con una invitación: entrar en el Reino. Todos, absolutamente todos estamos invitados a participar de la vida bienaventurada. Pero para ello es necesario tener una actitud: la conversión. Más ¿Qué implica convertirse? Pongamos un ejemplo de la vida cotidiana: supongamos que tomo un vaso de la cocina y me sirvo un poco de leche, pero la leche se encuentra agria y es imposible beberla, ¿Qué hacer? Lo primero será vaciar el vaso y para ello tendré que voltearlo, convertirlo para tirar la leche agria, después lavarlo y finalmente llenarlo de leche fresca. 

El ejemplo puede servirnos para comprender porqué muchas de la veces nuestros procesos de conversión no función o no dan el fruto esperado, pensamos que convertirnos  simplemente es renunciar a actividades o deseos desordenados, vaciar la vida de aquellas cosas que moralmente son inaceptables o que nos lastiman, y después tratamos de llenar esos huecos con prácticas espirituales, devocionales y hasta sacramentales, pero ¿Cuándo lavamos el vaso? 

En el proceso de conversión es importante sanear las heridas personales, las heridas del alma provocadas por nuestras propias acciones. Pongamos otro buen ejemplo: una persona que tiene adicción al alcohol, el tabaco o las drogas puede dejarlo si se lo propone, y para ello hay muy buenos programas, pero si no cura sus heridas emocionales, sana sus carencias afectivas, tarde o temprano regresará a su adicción o tomará una nueva: compras compulsivas, videojuegos, obsesión por la religión, etc. Simplemente lo que pongan en su caso terminará viciándose de nuevo.

Muchas veces los cristianos se acercan a la confesión como si de un acto de magia se tratara, cómo si con ello los asuntos dolorosos de la vida se pudieran arreglar; la gracia de Dios es eficaz, pero requiere de un adecuado proceso de rehabilitación para llevar a la persona a su plenitud.

Hace un momento mientras venía a casa contemplé una escena que me conmovió: dos chicos contemplaban con emoción a través de las ventanas de una tienda las motocicletas en exhibición; las ventanas estaban muy sucias y por tanto no podían verlas completamente, por ello uno de ellos que traía su kit para limpiar parabrisas (ese es su trabajo) comenzó a limpiar la ventana hasta dejarla transparente; cuando terminó señaló hacia una motocicleta, y con mucha seguridad y emoción le dijo a su compañero: “ algún día esa será mía”. Quizá aquel chico tendrá que trabajar mucho para alcanzar su meta, pero limpiar el vidrio le permitió soñar con más claridad. 

Ahora bien, la Palabra de Dios se dirige hacia las periferias existenciales humanas. Es muy contrastante que Jesús comenzará su predicación en las orillas de un lago, en Galilea, y no en Jerusalén la capital religiosa de Israel o en alguna de las otras ciudades importantes como Cesarea. 

Jesús sabe que en las pequeñas aldeas, llenas de pobreza, exclusión, enfermedad y marginación su mensaje tendrá mejor recibimiento; sabe que para convertir el corazón del Pueblo de Israel, su sistema político y religioso, tiene que comenzar por sanear las heridas de los más vulnerables; a lo largo de este ciclo litúrgico Mateo nos mostrará cómo Jesús sana las enfermedades del cuerpo y del alma a través de restaurar la dignidad de las personas o de llenar sus carencias afectivas con gestos tan humanos como abrazar, tocar, comer, beber, reír… así es como se ponen los cimientos del Reino al que Jesús invita, y esa es la acción de la Palabra, una acción que está llamada a dar frutos de liberación y salvación.

En este Domingo de la Palabra de Dios preguntemos que tan eficaz hemos dejado que ella sea eficaz en nuestras vida, para transformarla o para compartirla con los demás, si la hemos dejado iluminarnos y salvarnos. Si la hemos opacado es momentos de dejarla fluir, llevarla a las periferias de nuestra existencia, ahí donde es necesario tirar las redes para rescatar muchas vidas. 

El resto de la reflexión depende de ti .

Bendecida semana.

Daniel C.P. 


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