II DOMINGO DE PASCUA.
DE LA DIVINA MISERICORDIA.
«¡La paz esté con ustedes!»
Juan 20, 19-31.
Con estas palabras de Jesús resucitado a sus
apóstoles, la Iglesia nos invita a cerrar la primera semana del tiempo pascual
contemplando el misterio de la Divina Misericordia. Guiados por el evangelistas
Juan meditemos en este día en el don que el resucitado nos ha traído con su
amorosa pasión.
Los evangelistas
sinópticos (Mateo, Marcos, Lucas) al momento de presentar la crucifixión de
Jesús son muy escuetos, se reducen a decir lo mínimo: “lo crucificaron”, sin
ofrecer mayor detalle, como si buscaran ser respetuosos con el sufrimiento de
Cristo, evitando el morbo o bien, buscando no escandalizar más a los
discípulos. La excepción es Juan, quien gusta de atender a los detalles
simbólicos: la hora de la muerte de Jesús en coincidencia con el sacrificio de
los corderos pascuales, la túnica sin costuras de Jesús en semejanza a la
túnica del sumo sacerdote, el cumplimiento de las escrituras… él tampoco nos
dice cuantos clavos fijaron a Jesús en la cruz, pero sí nos habla de la herida
del costado de la cual manaron sangre y agua (Juan 19,34). Esta herida será la guía de nuestra
reflexión.
Juan nos presenta una
doble escena en un único relato. La primera (Juan 20,19-23) acontece el día
mismo de la resurrección al atardecer: después de los luminosos acontecimientos
de aquella mañana entre Jesús y María Magdalena, el evangelista nos lleva al
cenáculo sombrío donde los demás discípulos se encuentran encerrados por temor
a los Judíos; esta escena toma un nuevo matiz con la presencia del resucitado:
“la paz esté con ustedes”, y presenta sus manos, pies y costado como evidencia
de autenticidad: es el crucificado, pero un crucificado distinto al del viernes
santo pues ya no pende de una cruz, sin vida, ahora vive y resplandece en Él la
majestad y la gloria que ya se vislumbraban en el calvario. La escena concluye
con la efusión del Espíritu santo “para el perdón de los pecados”. El auténtico
cordero pascual borra los pecados de los hombres ya no con sangre, sino con la
fuerza del amor qué procede del Padre y del Hijo; de ahora en adelante los
discípulos serán los responsables de llevar a todos la Misericordia manifestada
en la cruz de Cristo.
La segunda escena (Juan
20, 24-28) acontece a los ocho días del día de la resurrección (hoy celebramos el último día de la octava de
pascua). El lugar es el mismo, el cenáculo cerrado, los discípulos ocultos,
incapaces de salir a cumplir con la encomienda dada por Jesús, seguros de la
resurrección de Jesús pues insisten a Tomás en la veracidad del acontecimiento,
pero no confiados en la fuerza del Espíritu del que han sido investidos. Jesús
se presenta de nueva cuenta en medio de ellos, repitiendo el mismo saludo, pero
esta vez para dar una lección más a sus discípulos, la ocasión la da la
incredulidad de Tomás, quien cuestiona el testimonio de sus hermanos y exige
una prueba tangible de autenticidad de la resurrección.
Jesús no reprende a
ninguno, se muestra misericordioso tanto para la actitud de desconfianza de la
comunidad como con la incredulidad de Tomás, más aún, esta última da pie a un
acontecimiento extraordinario: Jesús lo invita a introducir su mano en su costado,
a penetrar en su cuerpo hasta tocar su corazón; Jesús no presenta ya sus
heridas como credenciales de identidad, ahora las muestra como camino de
comunión con su persona; el pecado de Tomás (y el de todos los hombres) ha sido
la oportunidad para qué Dios descubra su corazón, el omnipotente ante la
desconfianza del hombre no usa las armas de la amenaza o la violencia para
convencerlos o convertirlos, antes bien, con una actitud misericordiosa les permite tocar su corazón ardiente de amor
por ellos, para establecer una unión amorosa con ellos. La felicidad del
discípulo está “en creer sin haber visto” no porque la fe sea ciega (la
autentica fe cuestiona, indaga, como la de María en la anunciación) sino porque
se mantiene en pie aun en medio de las pruebas, cuando “no se ve con claridad”
(Jesús en la cruz exclama “¿Por qué me has abandonado” no como reproche a Dios
sino como muestra de confianza: aunque parezca que no estas presente y todo se
ha perdido, yo seguiré fiel a tu proyecto) tal y como pasó a María y al discípulo
amado en la pasión.
Si Jesús la tarde de
Pascua envía como mensajeros de misericordia a los discípulos, la tarde de la
octava de Pascua les enseña como deben mostrar esa misericordia: con la misma
actitud que Él ha tenido con Tomás, llevando a los hombres al corazón de Dios,
perdonando su incredulidad sin reproche alguno.
Este es pues el misterio
qué celebramos hoy, qué Dios nos ama tanto que por encima de nuestros pecados,
expresados en toda su potencia en la cruz de Jesús, ha manifestado su poder, no
como destrucción sino como vida: la misericordia es más fuerte que la muerte,
la justicia de Dios se manifiesta no en forma de venganza sino de perdón, el
omnipotente ha mostrado la fuerza de su ser no
en la destrucción sino en darnos
paz. El Padre ha respondido a la muerte injusta de su Hijo en la Cruz
por parte de sus criaturas resucitándolo y otorgándonos el perdón y la vida
eterna. Esta fiesta es una bella
síntesis del misterio pascual qué hemos celebrado a lo largo de estos días.
La herida del costado de
Jesús nunca se cerrará, estará siempre abierta, derramando agua y sangre para
nuestro perdón, es la prueba eterna de su amor por nosotros.
Como cristianos, somos
invitados a replicar esta acción: ciertamente en la vida hemos sido víctimas de
los pecados del mundo que nos han puesto en la cruz y sin duda nos han herido
el corazón, atravesado hasta lo más profundo; Jesús muestra sus heridas como
prueba de qué ha pasado por el sufrimiento y lo ha vencido, nosotros podemos
transformar nuestras cicatrices en pruebas de que el amor de Dios lo cura todo.
Jesús nos invita a aprender a vivir con el corazón abierto, para mostrarlo al
mundo, para que todos puedan ver lo más bello que tenemos en él, a Dios mismo
que habita ahí como en un Sagrario y en el cual todos puedan encontrar la
misericordia que ha transformado nuestra propia vida; Jesús nos anima para que las
cruces y las lanzas cotidianas que nos van hiriendo se transformen en
oportunidades de hacer de nuestro mundo un lugar mejor.
Esta fiesta, instituida a
petición del mismo Cristo en sus apariciones a Santa Faustina Kowalska y
ratificada por la Iglesia a través de san Juan Pablo II en el año santo 2000
nos deja entrever el deseo de Dios de que la fuerza salvadora de su Pascua se
deje sentir con intensidad en todo el mundo, deseo que solo se cumplirá cuando
nos transformemos en misioneros de la misericordia; el mismo Jesús le decía a
Faustina en una de sus apariciones: «En el pasado envié a los profetas cargados
de amenazas, ahora te envío a ti con mi misericordia.» ( Diario 1588).
Pero para lograr ese
objetivo es necesario que pasemos primero por la cruz, que la abracemos con
jubiló, con actitud victoriosa como Jesús, que nos sumerjamos por ella en el
misterio del amor de Dios, que nos traspase el corazón, que entreguemos todo lo
que en él hay, sin reserva alguna, que
mostremos con humildad las cicatrices de nuestras pasiones y cruces cotidianas,
que nos inundemos de la paz y el Espíritu del Señor Resucitado, que no temamos
extender nuestras manos para tocar el corazón de Dios, y que seamos creyentes,
no por haber visto, sino por haber experimentado en nuestra vida su amor
misericordioso; y esa experiencia será posible solamente cuando dejemos de
pensar en el dios del castigo y empecemos a amar al Dios que juzga con amor y
misericordia.
Qué Dios rico en
misericordia nos ayude a ser misericordiosos como Él. ¡Felices Pascuas!
El resto de la reflexión depende de ti.
Daniel de la Divina Misericordia
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