XXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
«Si tu hermano te escucha, lo habrás salvado»
Mateo 18,15-20
La Iglesia es una realidad divina, pues su ser y quehacer
está ligada a Dios que se nos ha revelado en Jesucristo; pero también es
humana, pues está ordenada a ser el medio por el cual todos los hombres lleguen
al conocimiento de la Buena Nueva y con ello a la salvación en Jesucristo.
Al ser una realidad humana, podemos considerarla como un
grupo humano, muy especial por su motivación de congregación, pero
profundamente humana; es por ello que los errores se hacen presentes y con ello
los errores y las discusiones que llevan tantas veces a la fractura de la
unidad.
En los domingos precedentes hemos meditado sobre como el
encuentro con el otro nos lleva al reconocimiento de nuestra propia realidad,
que muchas veces nos desagrada y rechazamos, pero que asumida con amor, como
una cruz, nos lleva a encontrar la plenitud en el amor de Dios.
Si asumir nuestros defectos y cargarlos con amor es difícil,
se vuelve aún más complicado cuando se trata de asumir los defectos del otro
con amor y buscar, no tanto cambiarlo, sino acompañarlo en su proceso de
crecimiento, de santificación. Ante los defectos y las caídas de nuestros
hermanos hay una doble posibilidad de respuesta: o bien pasamos de largo junto
al hermano caído, con indiferencia y le dejamos caído y continuamos solos
nuestro camino, o bien nos detenemos, le ayudamos a levantarse, con todo el
esfuerzo que ello implica y caminamos juntos.
La liturgia de la Palabra quiere hablarnos de esto,
dejémonos, pues, iluminar con las enseñanzas de la Palabra de vida.
1. «Yo te pediré a ti cuentas de su vida.» Ezequiel: 33, 7-9
La primera lectura, tomada del libro de Ezequiel, nos pone en
contexto: tenemos responsabilidad para con el otro, su bienestar es nuestro
bienestar, pero de igual manera, su perdición es nuestra perdición.
Recordemos que Israel antes de ser una era una familia, la de
los hijos de Jacob, por ello Dios había insistido a lo largo de su historia en
la necesidad de reconocer al otro como un hermano y no solo como un vecino o
conciudadano; toda la ley insiste en tomar responsabilidad del hermano,
cuidarlo, acompañarlo, amarlo, sea de la misma raza o extranjero, pues para
Dios todos los hombres son sus hijos; sin embargo, con el paso del tiempo esto
se fue perdiendo, se crearon grupos sociales que separaban a unos a otros,
grupos polarizantes que señalaban a unos como pobres y a otros como ricos, a
unos santos y a otros pecadores, a unos miembros del pueblo santo y a otros
paganos. Con ello surgió el asco para con aquellos que la clasificación social,
política o religiosa señalaba como distintos a la propia, también las normas de
pureza y la separación se hizo más grande.
El profeta, que habla en nombre de Dios, denuncia esta acción
perversa del corazón humano: no puedes ser rico tú solo, para ser
auténticamente rico, debes enriquecer a tu hermano, no basta con que seas del
pueblo elegido, debes hacer que tu hermano conozca a tu Dios, no basta con que
tú seas santo, debes hacer santo a tu hermano.
Así, el profeta no denuncia primero el pecado de los que son
públicamente pecadores, sino el pecado de aquellos que, escudados en su
santidad, dejan perderse a los demás, e invita a qué antes de la denuncia venga
la exhortación, la búsqueda de que el pecador recapacite y se convierta.
Y aquí podríamos preguntarnos, ¿Por qué debiéramos actuar de
dicha manera? Y la respuesta es fácil, porque alguna vez nosotros vivimos en
nuestro pecado y hubo alguien que antes de condenarnos nos exhortó a cambiar:
Cristo el Señor.
2. «Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en
medio de ellos.» Mateo 18,20
La definición clásica de pecado nos dice que es toda acción
que atenta contra Dios, y que, por tanto, nos aleja de Él, nos hace perder su
gracia y nos da la posibilidad de condenación, en pocas palabras, toda acción
que nos aleja de Dios de forma temporal o permanente. Pero no olvidemos que
nuestra relación con Dios no es exclusiva, antes bien es incluyente, lo
seguimos no solos sino en compañía de una comunidad a la que llamamos Iglesia,
por tanto, el pecado nos aleja de Dios y de la comunidad, ya sea porque al
alejarnos de Dios nos alejamos de los demás, o porque al querernos alejar de la
comunidad terminamos alejándonos de Dios.
Por ello es que Jesús recalca la presencia de la comunidad
ante el pecado, el error y la caída del hermano, pues si hay una ruptura es
necesario hacer presente la comunidad con mayor intensidad; si el hermano
falla, lo primero es confrontarlo cara a cara, esperando que recapacite, pues
dos son una comunidad en sí; si eso no es suficiente, habrá la necesidad de
recurrir a una tercera persona, pues tres son comunidad; pero si esto no
resultara efecto será necesario hacer presente a la comunidad completa con toda
su fuerza.
Para Jesús el pecado no se soluciona con aislamiento y
exclusión, el pecado se soluciona reintegrando al pecador a la comunidad,
haciéndolo sentir querido y acogido, para desde esos presupuestos hacerle ver
su error y ayudarlo a enmendarse. No sé trata, pues, de un acto jurídico o
judicial, en de que la comunidad haga leña del árbol caído, se trata de hacer
presente el amor común de Dios, la fraternidad , el Reino que irrumpe en la
historia humana y personal, no como una institución que juzga y condena, sino
que acoge con misericordia, porque hace presente al Señor de la vida ahí donde
dos o tres se reúnen en su nombre.
3. «El cumplimiento pleno de la ley consiste en amar»
Romanos: 13, 8-10
Hace algunos meses una persona me contaba algunos problemas
con un hermano que formaba parte de los líderes de su comunidad, sobre todo de
algunas actitudes que a su parecer no eran adecuadas a labor que desempeñaba;
el problema era tal que esta persona pretendía interponer una queja con una
estancia mayor, de manera que pudieran removerlo del servicio que prestaba.
Lo anterior viene a colación porque muchas de las veces
respondemos así frente a los conflictos, preferimos juzgar y condenar en
primera instancia, olvidando todo el proceso que Jesús nos ha propuesto hoy. Y
esto no es una novedad, pues ya el profeta nos mostró como en el Antiguo
Testamento ya se te nota dicha actitud, que se vivió con mayor intensidad
durante la vida de Jesús y que en el inicio de las comunidades cristianas,
gracias al testimonio de Pablo, la problemática era frecuente.
El mismo apóstol nos da un consejo para superar la situación:
amar sin límites al hermano y con mayor intensidad al pecador, pues el amor es
el cumplimiento perfecto de la ley, quien permanece en el amor, permanece en la
comunión con Dios y con sus hermanos, y siendo así el pecado no lo afecta, y
así vive en la plenitud de quien ha salvado a su hermano y con él se ha salvado
a su mismo.
¿Qué barreras habrás de vencer para ayudar a levantarse a tus
hermanos?
El resto de la reflexión depende de ti.
Bendecida semana.
Daniel de la Divina Misericordia C.P.
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