XXIV DOMINGO DEL
TIEMPO ORDINARIO
«¿No debías tú también haber tenido compasión de tu compañero, como
yo tuve compasión de ti?» Mateo 18,21-35
La semana pasada la Palabra de
Dios nos invitaba a hacernos cargo de los hermanos que caen y ayudarlos a levantarse,
decíamos sobre ello que la invitación de Dios es a salir de nuestro
individualismo para entrar en la corresponsabilidad de la comunidad, que no
basta con alcanzar la santidad solos, es necesario ayudar al hermano a ser
santo, no basta con elevar nuestras plegarias solos, Dios se hace presente con
mayor intensidad ahí donde dos o tres se reúnen en su nombre.
Hoy el Señor insiste en dar un
paso más, e introduce el tema del perdón, pues la santidad no se construye en
un solo día y será necesario recomenzar el trabajo cada vez que el hermano
caiga. Dejemos, pues, que la fuerza de la Palabra de vida purifique nuestras
intenciones y nos abra a la misericordia que acoge a todos los hombres.
1. «Perdona la ofensa a tu prójimo
para obtener tú el perdón.» Sirácide 27, 33–28, 9
La primera lectura contiene una
enseñanza que para nosotros los cristianos es fundamental, pues la recitamos
cada que rezamos el Padre nuestro: perdonar las ofensas del prójimo de la misma
manera en que Dios nos perdona nuestras ofensas. Sin embargo, corremos el grave
peligro de que, al recitar con mucha frecuencia estas palabras, su significado
quedé en una idea más y se transforme en algo tan rutinario que pasa
desapercibido.
Y es que para tener el adecuado
sentido de estas palabras es necesario recurrir a la experiencia propia de
perdón, pues en la medida que nos sintamos perdonados y acogidos por Dios, será
la medida en que podamos acoger y perdonar a nuestros hermanos.
A lo largo del Evangelio, Jesús se
manifiesta como el rostro misericordioso de Dios, que acoge y perdona a los
pecadores; muchos son los testimonios de conversión en el Evangelio: Zaqueo, la
mujer de la casa de Simón, el fariseo, el paralítico bajado por la abertura del
techo, por mencionar algunos; todos ellos tienen como paradigma el perdón, y
como consecuencia la transformación de la vida, por ejemplo Zaqueo, quien
después de ser acogido por Jesús restituyó lo defraudado y compartió sus bienes
con los pobres, pues su experiencia de perdón lo hizo desbordar en generosidad.
Pero para experimentar el perdón,
es necesario primeramente reconocerse profundamente pecador, reconocer la
fragilidad de nuestra naturaleza; reconocernos pecadores nos lleva entonces a
la búsqueda de perdón para lograr la reconciliación; esto último resulta
complejo para el ser humano, pues más allá de solo reconocer la propia
fragilidad implicará un acto de humildad, y esto muchas veces, no es muy
agradable; el arrepentimiento se pone de manifiesto de forma externa, por
ejemplo, la mujer en casa de Simón el Fariseo derrama abundantes lágrimas a los
pies de Jesús y los seca con sus cabellos, y aunque no hay una petición
explícita de perdón, obtiene de Jesús un gesto de Misericordia.
Pero hay un tercer elemento que no
podemos dejar de lado, el reconocimiento de nuestros errores viene de la mano
del acompañamiento de la comunidad; anteriormente decíamos que el pecado no es
sino la ruptura de la unidad, y que para sanarlo es necesario hacer presente a
la comunidad con toda su fuerza (Reflexión del Domingo XXI del tiempo
Ordinario). Necesitamos del testimonio de los otros para darnos cuenta de
nuestros errores y salir de ellos, y más aún, necesitamos que la comunidad nos
lleve al reencuentro con el maestro para que perdone nuestros pecados y así
podamos reconciliarnos.
Por ello el perdón tiene una doble
dimensión, una que tiene que ver con nuestra relación con Dios, y otra que
tiene que ver con nuestra relación con los hermanos, ambas se implican, pues no
se puede vivir “reconciliado” con Dios y enemistado con los hermanos, y
viceversa.
Para vivir entonces el perdón en
toda su intensidad será necesario desandar el camino que hemos recorrido hasta
ahora, es decir, necesitamos acercarnos a la comunidad para reconocer nuestros
pecados y dejar que nos lleven al encuentro con Cristo, para mostrarle con
nuestros actos nuestro sincero arrepentimiento, sentirnos acogidos y
profundamente perdonados, para después salir y mostrar auténticos signos de
conversión.
2. «Si mi hermano me ofende,
¿cuántas veces tengo que perdonarlo?» Mateo 18,21
La pregunta lanzada por Pedro deja
al descubierto una realidad humana, pretender que las virtudes de Dios puedan
ser medidas desde nuestros parámetros humanos; el perdón no es algo que se
pueda pesar en una balanza o contabilizar como si de granos se tratara, el
perdón al igual que el amor, no tienen medidas desde Dios, son infinitos y
eternos, porque el perdón hunde sus raíces en el amor; por ello, cuando Pedro
propone al maestro una medida humana (7 veces) el maestro desborda en
generosidad “setenta veces siete”, es decir, sin medida humana, solo con la
medida de Dios, para quien no hay pecado tan grande que no pueda ser perdonado.
Para que esto quede bien claro,
Jesús, como buen pedagogo, recurre de nuevo a la parábola, y nos muestra que si
aquel Señor, muy superior a sus súbditos, tuvo la capacidad de perdonar una
deuda, que a los ojos de los siervos era exorbitante, así ambos siervos
debieran perdonarse deudas más sencillas; Dios, que es infinitamente bueno nos
perdona nuestros pecados por muy grandes que sean, esperando que nosotros
perdonamos nuestras ofensas por muy grandes que nos parezcan.
El gran reto está, no solo en
pedir perdón, sino en perdonar, en no aferrarnos al odio y al rencor, sino en
abrirnos a la gracia de la misericordia. Parece difícil y en cierta medida lo
es, perdonar cuesta y mucho, pero la Palabra hoy nos da una clave muy
importante: hacer memoria, sí, hacer memoria del inmenso amor de Dios que todo
lo perdona, para sentirnos amados y perdonados, para desde ahí tener la
capacidad de perdonar.
El resto de la reflexión depende
de ti.
Bendecida semana.
Daniel de la Divina Misericordia C.P.
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