5 de marzo de 2023
II DOMINGO DE CUARESMA
«Este es mi hijo amado, en quien tengo puestas mis complacencias, escúchenlo» Mateo 17,5
El domingo pasado meditamos sobre la forma en qué tomamos nuestras decisiones y cómo frente a ellas nuestras opciones fundamentales se pueden poner a prueba; el desierto es el lugar por excelencia para purificar nuestras intenciones llevándonos a elegir lo mejor. Hoy la liturgia de la Palabra nos invita a tener presente qué Dios nos llama, que hace alianza con nosotros, y qué a pesar de nuestras limitaciones humanas el permanece para siempre fiel.
Hemos sido llamados por Dios
La primera lectura (Génesis 12, 1-4) nos narra la vocación de Abraham; Dios después de haber creado el universo coronó su obra con el ser humano hecho a su imagen y semejanza (Cfr. Génesis 1-2) haciendo la vocación de este el llegar a tener con él una relación de amor y confianza basada en la libertad, pero, los seres humanos seducidos por el deseo de ser como Dios perdieron de vista el objetivo y se rebelaron contra Dios (Cfr. Génesis 3), y con ello sembraron el mal en el mundo provocando el caos y la muerte, llevando a Dios incluso a pensar en destruir la creación (Cfr. Génesis 3-11).
Si el ser humano olvidó su vocación, Dios no ha olvidado la suya, el pacto realizado con Adán y Eva al ponerlos en el Edén, por ello, animado por su paternal amor, decide reiniciar el mundo; para ello no será necesario destruir la creación, sino ayudar al hombre a recordar su vocación primer. Dios pone su mirada en Abraham y lo invita a salir de su tierra para lanzarse a la aventura: una nueva tierra (mejor de la qué tiene), una nueva familia (más grande de lo qué tiene) y una nueva forma de relacionarse con Dios y con los demás basada en el amor y no en la violencia ni la opresión (Alianza); y Abraham lleno de fe se abandona en las manos de Dios, y él a su vez, se encargará de hacerlo bendición para todos los pueblos
Ciertamente la relación de Dios con Abraham no fue perfecta, baste mirar el resto de la historia del Génesis para ver como ni él ni su descendencia llegó a ser lo que Dios pretendía: desconfianza, mentira, robos, muertes… El patrón de la humanidad se repite una y otra vez, y Dios siempre responde siempre con misericordia y fidelidad. Pero a pesar de todo el pueblo de Israel no olvidará nunca este episodio de la vida Abraham, una experiencia fundante de su relación con Dios basado en estas tres promesas: tierra, descendencia y alianza. La Iglesia como nuevo Pueblo de Dios que es, es heredera de las mismas promesas de salvación: poseerá una nueva tierra: el Reino de Dios; será una familia numerosa: los hijos de Dios; y su modo de vida estará fundamentado en el amor anunciado en el Evangelio de Jesús.
Para ser bendición de todos los pueblos
El objetivo de toda vocación divina será siempre el de dar vida: Abraham fue llamado a ser padre de un pueblo numeroso, Moisés para liberar al pueblo de la esclavitud, David para proteger al pueblo de las amenazas extranjeras, los profetas para recordarle al pueblo lo esencial de la vida.
Sin embargo, las situaciones de la vida a veces no siempre ayudan a mantener el rumbo de nuestra vocación, y así aparecen las tentaciones qué nos hacen perder el horizonte (Cfr. Evangelio del domingo precedente). Dios sabe bien de nuestra fragilidad, por eso nos acompaña en el camino de la vida, iluminando cada situación con su Palabra como lo hizo frente a la duda de Abraham al momento de anunciarle el nacimiento de su hijo Isaac (Cfr. Génesis 17) o frente a la duda de Moisés en la peña del horeb (Cfr. Éxodo 17); otras veces Dios ilumina por medio de las palabras y los gestos de nuestros hermanos, tal es el caso de David cuando Nathán le reprocha su pecado a David (Cfr. 2 Samuel 12).
Dios va iluminando nuestro caminar, no nos llama y nos envía a la misión solos, él va a nuestro lado haciendo brillar su luz en nosotros, así como nos anuncia san Pablo en la segunda lectura (Timoteo 1,8-10) para iluminar al mundo y destruir la muerte por medio de Cristo, su Hijo, y de su Iglesia qué somos su cuerpo.
En su Hijo muy amado
Jesús al igual que los demás hombres recibió una vocación personal muy específica el día en que se hizo bautizar por Juan en el Jordán, ahí la voz del Padre resonó sobre él haciéndole saber que él era su «Hijo muy amado» (Mateo 3,17). Ese es el punto de partida de la misión de Jesús, su experiencia de Dios lo animará bajo el impulso del Espíritu a predicar a todos los hombres que el Padre ama a todos y los llama a formar un nuevo pueblo qué hereda las promesas hechas a los Patriarcas, ahora bajo su guía.
E igualmente que acontece con los demás, Jesús enfrentó las tentaciones y las superó, tal cual nos enseñaba la liturgia de la Palabra del domingo pasado, pero esto no significó que tuviera qué enfrentar la crisis que las tentaciones provocan en el corazón de las personas. Por un lado había una multitud qué le seguía por puro interés de beneficiarse de sus obras prodigiosas e incluso había pretendido proclamarlo rey (Cfr. Juan 6,15); otros más lo seguían solo para espiarlo y acusarlo poniendo en duda sus obras (Marcos 3,1-6); sus propios discípulos no atinaban a comprenderlo (); Jesús tenía qué decidir por dónde continuar, cómo seguir sin desviarse de su objetivo: ¿sería acaso que era necesario transformarse en un rey como lo esperaba el pueblo?¿o acaso era un fraude como decían sus detractores? y entonces recurre a sus discípulos «y ustedes ¿quién dicen qué soy yo?» y entonces Jesús comprobó que ni ellos se daban cuenta de su naturaleza, solo Pedro lo reconoció « el Mesías, el Hijo de Dios » (Cfr. Mateo 16, 13-20).
En medio de esta crisis Jesús decide recurrir a la fuente de su vocación: Dios mismo. Hace una semana lo acompañamos al desierto, lugar donde se purifican los deseos, hoy lo hacemos a la montaña, lugar donde se da el encuentro con Dios (Mateo 19, 1-9). Allí se deja iluminar por Dios: Moises y Elías,(la ley y los profetas) le dan claridad sobre su misión, efectivamente será el Mesías Rey del pueblo, pero no por medio de la fuerza, el poder o la violencia, sino por medio de la Pasión.
Y para qué las dudas se disipen por completo, la voz del Padre se hace oír de forma semejante como el día del bautismo «Este es mi Hijo muy amado en quien tengo mis complacencias» (Mateo 17,5). El rostro y el cuerpo transfigurados de Jesús son la señal externa de su condición interior, pero él mismo tendrá que asimilar que su experiencia filial no depende de ello, pues la gloria de la qué ahora se ve revestido se volcará en oprobio durante la Pasión.
Los discípulos son testigos de este acontecimiento, junto a Moisés y Elias; el antiguo y el nuevo testamento dan testimonio de la filiación de Jesús, mientras el antiguo testamento le indica que el camino de salvación se abre a través de la fidelidad absoluta a Dios y su proyecto aunque esto implique la cruz, el nuevo testamento acoge con gozo la orden del Padre «Escúchenlo» (Mateo 17,5), para poder después iluminar al mundo por medio de su predicación después de su gloriosa resurrección (Cfr. Mateo 17,9). En Cristo se sella entonces una alianza nueva y eterna, con un pueblo nuevo al cual Dios cumplirá sus promesas hechas a Abraham.
La liturgia de la Palabra de hoy nos enseña qué Dios llama, y al llamar hace promesas, y aunque el hombre en su fragilidad cae Dios permanece siempre fiel haciendo con los llamados Alianza qué no dudará en cumplir.
La cuaresma es como esta montaña alta a la qué sube Jesús en el Evangelio, un espacio para encontrarnos con Dios practicando de forma especial la oración. Desafortunadamente muchas veces hacemos de la oración un momento plagada de discurso, formulas, peticiones, y se no olvida que primordialmente es un encuentro con nuestro Padre para experimentar su amor; si muchas veces olvidamos el objetivo de nuestra vocación como cristianos (ser sus hijos) o de nuestra vocación particular (sacerdocio, vida consagrada, matrimonio, soltería) es porque hemos olvidado nuestra experiencia fundante de encuentro con Dios. Nuestra oración cotidiana debería ser la montaña a la qué subimos para que Dios nos recuerde lo qué somos y nos ilumine así por donde llevar nuestra vocación.
En esa montaña deberíamos contemplar a Jesús transfigurado, no para quedarnos extáticos como pretendía Pedro sino para bajar de nuevo a la realidad y anunciar a los demás lo qué hemos contemplado, sin olvidarnos que el rostro de Cristo se transfigura cd muchas maneras, pues en algunos momentos se cubre de gloria (como en la montaña) y otras tantas se cubre de oprobio (como en la Pasión) y que nos llama a amarlo y servirlo así como lo vemos glorioso en el tabernáculo durante nuestra oración, pero también como lo vemos en el rostro doliente de tantos qué sufren la pasión: los enfermos, huérfanos, migrantes, marginados… para recordarles qué ellos también son hijos muy amados por Dios. Así seremos en Cristo bendición para todos los Pueblos.
Hace una semana entramos con Jesús al desierto para mediante el ayuno desprendernos de aquellas actitudes que van en contra de nuestro ser cristianos, hoy subimos con él a la montaña para recordar por medio de la oración nuestra vocación cristiana. Que en esta cuaresma sepamos vivir en estos dos lugares y en estas dos actitudes.
El resto de la reflexión depende de ti
Bendecida semana
Daniel C.P.
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