La noche del 24 de diciembre es para los cristianos -al menos los
católicos- una noche diferente, una noche santa, por eso la llamamos “Noche
buena”. Ella es la que prepara la entrada del Hijo de Dios en nuestra historia
humana de una manera muy peculiar: haciéndose uno más de nosotros. El Verbo se
encarnó sin reclamar su derecho de ser tratado igual a Dios debido a su
condición divina. Por el contrario, se despojó de sí mismo y tomó la condición
humana como suya (cf. Flp2, 6-7). De ahí que podamos decir que Jesús, el
Cristo, es el Emmanuel, el «Dios-con-nosotros», prefigurado en la promesa que
Yahvé dio a su pueblo por boca del profeta Isaías (cf. Is 7, 10-17).
Siguiendo la tradición franciscana, comenzando por
san Buenaventura, podemos decir que la encarnación del Verbo fue por su «condescendencia
de amor hacia la humanidad; fue un abajamiento impensable, una asunción de la
debilidad y de la identidad de la condición humana sumergida en el mundo material
para poder llevarlo de nuevo al espacio del espíritu y hacerle volver a vivir
de Dios y en Dios… [La encarnación] es un dato que muestra la humildad fontal y
total, la pobreza, de asunción de fatigas y sufrimientos por parte del Verbo
divino altísimo para hacer volver al hombre a las alturas de la realidad
celestial».[1] De aquí se entiende que para
el Doctor Seráfico la vida del hombre es un camino y un ascenso para llegar a
Dios.[2]
En la misma línea hay que situar a Duns Scoto, de
quien el papa Benedicto XVI nos recuerda que para el beato franciscano «la
encarnación del Hijo de Dios, proyectada desde la eternidad por Dios Padre en
su designio de amor, es el cumplimiento de la creación, y hace posible a toda
criatura, en Cristo y por medio de él, ser colmada de gracia, y alabar y dar
gloria a Dios en la eternidad».[3] Según el Doctor Sutil, aun sin el pecado de
Adán, el Hijo se hubiera encarnado como nuestro Redentor. En su centro no está
pues, el pecado (original), sino Jesucristo como el primero, el centro y el fin
del designio de amor de Dios Trinidad s su creatura.[4]
«… quiso ser hombre por amar mucho al hombre; pues más es amado el amado por el amante, cuando el amante quiere ser su amado, que si el amante no amase ser el amado. De donde, en este amor mayor se demuestra que Dios quiso ser hombre».[5]
La tradición franciscana, expresada en lo enseñado por san Buenaventura y el beato Duns Scoto, nos enseña que por puro amor el Hijo de Dios se encarnó y nos enseñó, así, un camino hacia
Dios que no es otro sino el de la divinización del hombre, cuyo comienzo no
puede ser otro que la afirmación plena de la humanidad ya asumida por el Verbo
en la encarnación -en la que está nuestra propia humanidad, también asumida-.
Este proceso de divinización del hombre desde la
humanidad de -y en- Dios puede ser mayor enfatizado desde el pasaje joánico que
tiene por centro el diálogo de Jesús con Nicodemo en cuanto al “nuevo
nacimiento de lo alto” (Jn 3, 1-21). Jesús invita a Nicodemo a que «nazca de
nuevo», no ya de la “carne”, sino «de agua y de Espíritu». En esto no hay que
entender de manera directa que la carne humana es mala y despreciable en sí
misma; de serlo así, el Verbo no habría tomado para sí la carne humana. El
acento, más bien, quiere ser puesto en el simbolismo conjunto del agua y del
Espíritu divino como un doble principio que posibilita que el hombre pueda
renovarse y llegar a “ser otro”. Así, este nuevo nacimiento supone el poder
creador del Espíritu de Dios.[6]
Es gracias a la encarnación que todas las acciones
y las palabras de Jesucristo, el Ungido por el Espíritu, quedan cualificadas.[7]
Y es gracias a su encarnación que el Verbo enseña al hombre el camino que le conduce
a la divinidad que potencia su humanidad.[8]
Es entonces que en todo hombre iniciaría el proceso de divinización en su
propia humanización. Esto, empero, sólo se logrará si lo humano es asumido,
como decían antiguamente los padres de la Iglesia.
Con lo dicho hasta aquí, podemos deducir que la Natividad
del Señor urge nuestro propio nacimiento, no ya de la carne, sino «de agua y de
Espíritu». Así, el nacimiento del Hijo de Dios “de la carne” se ha de
compaginar con nuestro nacimiento “de agua y de Espíritu”. Él, por puro amor,
nace de la carne para que nosotros nazcamos como hombres nuevos, purificados
por el agua y guiados por el Espíritu para iniciar nuestro propio camino de
divinización.
Que el Señor Jesús, hecho niño, nos fortalezca a los que ya hemos nacido de
nuevo por el bautismo, y que el Espíritu dador de la vida nos acompañé en
nuestro proceso de humanización para llegar a ser divinos en Dios.
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[1] Juan Iammarrone,
«Líneas fundamentales de la cristología de Buenaventura», en José Antonio Merino - Francisco Martínez Fresneda, Manual de Teología
Franciscana, BAC, Madrid 2004, 164.
[2] Cf. José Antonio Merino, Humanismo Franciscano. Franciscanismo y mundo
actual, Cristiandad, Madrid 1982, 125
[3] Benedicto XVI, Audiencia General, 7
de julio de 2010
[4] Cf. Juan Iammarrone, «Elementos fundamentales de
la cristología de Juan Duns Escoto», en José Antonio Merino - Francisco Martínez
Fresneda, Manual de Teología Franciscana, BAC, Madrid 2004, 176-179.
[5] Ramón Llull,
Llibre del gentil e dels tres savis (a cura d’Antoni Bonner), Patronat
Ramon Llull, Palma, 2001, 140. Citado en Martín Gelabert
Ballester, «Un
Dios capaz del Hombre. Humanidad en Dios, divinización del hombre», en Carth
67 (2019) 41.
[6] Cf. Josep Ratzinger,
Jesús de Nazaret (Edición completa), Encuentro, Madrid 2018, 303.
[7] Cf. Comisión
Teológica Internacional, La reciprocidad entre fe y sacramentos en la
economía sacra mental, 2020, n. 31.
[8] Cf. Iván Ruiz
Armenta, Humanismo cristiano como afirmación plena del hombre.
Relectura antropológica en clave de diálogo con algunos humanismos no creyentes,
Universidad Pontificia de México, Ciudad de México 2021, 99.
Paz y bien Fray Ivan y Feliz Navidad
ResponderEliminar¡Paz y Bien!
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